LA historia occidental de los dos últimos milenios está plagada de parábolas, de imágenes y de símbolos. Si la intuición es inteligencia acelerada, la parábola es sabiduría concentrada. Muchas veces el recuerdo de la historia cabe en una parábola o en una imagen, del mismo modo que la emoción de una obra de teatro o la pasión de una película se resumen en un cartel.
La semana pasada sufrió daños por un incendio una de las obras más destacadas del Museo Vostell Malpartida y cuyo título es la pregunta: ‘¿Por qué el proceso entre Pilatos y Jesús duró solo dos minutos? Vostell utilizó ese aparente sinsentido histórico para remarcar algunas contradicciones de la historia, por ejemplo, que momentos tan decisivos como el que Jesús fuera condenado o puesto en libertad se dilucidara en pocos minutos… Para una buena parte de la memoria colectiva de occidente, es decir, para toda la de raíz cristiana, lo que queda de aquel proceso, el ‘cartel’ de la representación es, básicamente, la imagen de Jesús sometido a la voluntad de quienes se consideran llamados a condenarle, Barrabás liberado y Pilatos lavándose las manos.
Aquel proceso en Jerusalem obedeció a unas leyes y a un ‘ordenamiento’ jurídico cuyos responsables aplicaron con rigor y coherencia. Sin embargo, lo que trasciende a través del relato evangélico, lo que nos ha llegado a través de generaciones de cultura cristiana es la metáfora de una ‘injusticia’, la confirmación de un atropello. El sinsentido del poder despiadado.
Dios me libre de comparar a Garzón con Jesús de Nazaret, pero intuyo que la condena dada a conocer ayer por el Tribunal Supremo es percibida por millones de ciudadanos españoles y de otros países como una contradicción difícil de comprender. No entro en los razonamientos y argumentos jurídicos, que doctores tiene la iglesia, sino en las consideraciones desde un punto de vista estrictamente estético. Y desde esa perspectiva resulta chirriante que el juez que investigaba la trama Gürtel sea el primer condenado del caso. ¡Viva Caifás!
Supongo que el juez Garzón –al que he saludado una vez en mi vida y por el que no siento especial aprecio político aunque sí mucho respeto como veterano luchador contra el terrorismo– recurrirá ante instancias superiores esa condena. Ahí no quiero ni puedo entrar.
Mi posición aquí es la de un espectador que contempla sorprendido cómo se enjuicia a una persona que se ha batido el cobre por el principio de justicia internacional, por intentar dar voz a quienes llevan décadas buscando a sus muertos o por meter entre rejas a decenas de terroristas enloquecidos… Seguramente lo ha hecho de forma atropellada, sin respetar la letra pequeña de la ley. Pero en un país aterido por problemas económicos y humanos acuciantes, de primer nivel, que afectan a millones de españoles, es difícil asimilar, aunque sea estéticamente, esta somanta moral. Y como no lo entiendo muy bien me planteo, lo mismo que hizo Vostell con su escultura, cuáles son las heridas de nuestro tiempo. Porque además de una pregunta, sé que el título de su obra es también una parábola.