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Elogio de la palabra

La palabra sirve igual para cantar una nana que un responso. Para transmitir las emociones ante el misterio del amor que para dictar una sentencia de muerte. Estamos hechos de palabras. «La forma primitiva del lenguaje», decía Spengler, «no es el discurso, sino el diálogo. Su finalidad es un mutuo acuerdo por medio de preguntas y respuestas». El «bienvenidas las armas» suele ser el colofón del «adiós al diálogo». Y no me refiero tan solo a esos conflictos internacionales que acaban derivando en escabechinas y guerras enquistadas de las que al final nadie sabe muy bien cuál fue el origen. Los españoles, que hemos sido por tradición un pueblo que habla mucho en la calle, en los bares, en los restaurantes o en cualquier foro público –ya sea la plaza del pueblo, una feria, el estadio deportivo o hasta en las sesiones de teatro y de cine– nos estamos acostumbrando al silencio de los discursos, al lenguaje que nos convierte en meros receptores, en destinatarios de una visión del mundo prefijada a la que acaso podemos hacer comentarios pero no modificar, ni desde luego sustituir.
Cuando utilizo la palabra ‘discurso’ no estoy pensando únicamente en los mensajes de los políticos, sino en su acepción amplia de reflexión con intencionalidad o ánimo de persuadir. En el fondo, a los políticos que incumplen el meritorio principio del diálogo y dan prioridad al discurso se les ve venir enseguida, cualquiera les puede detectar y no es muy complicado eludirles.
Resulta mucho más difícil protegerse y blindarse contra los discursos aparentemente más sibilinos o subliminales. Los que nos invitan a un consumo insostenible (desde hipotecas hasta aparatos informáticos) o nos adiestran en una concepción del mundo que atribuye valor a quien nunca lo puede encarnar: por ejemplo, la gran banca o considerar ‘dogma’ que los mercados son ‘imprescindibles’ e incontrolables en el panorama económico mundial…
¿Y qué decir de los autovoceros cuyo ‘discurso’ no es que carezca de argumentos, es que se sustenta en la pura descalificación, en el escupitajo? Esos mochuelos vacuos con la cabeza y las ideas reteñidas por el odio y la insensatez. Predicadores de aldea que dejan reducido a Torquemada a hermanita de la caridad. Gente a la que se puede oír, ver o leer, y cuando se analizan sus discursos comprobamos que están salpicados no de palabras sino de pedradas, eso sí, lanzadas siempre en beneficio de sus bolsillos o sus intereses… Cuántos españoles han dimitido del sano ejercicio del diálogo, del enriquecedor y fructífero intercambio de pareceres, para entregarse a la condición de pasivos oyentes, de cómodos espectadores o de acríticos lectores de discursos que no aspiran a la verdad, sino a su abolición.
Ya me gustaría a mí que las diferencias propias de la convivencia nacional se resolvieran –al menos simbólicamente– como en el cuadro de Rafael, ‘La escuela de Atenas’, donde Platón y Aristóteles son los personajes centrales. Me temo, sin embargo, que en el DNI de algunos de nuestros ‘discurseadores’ la foto que hay que colocar es el cuadro de Goya ‘Pelea a garrotazos’. Y a  más tamaño que el del fotomatón.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


febrero 2012
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