De Guardiola o de Mourinho. Taurinos y antitaurinos. A favor de la reforma laboral o radicalmente en contra. Refinería Sí o Refinería No. Monárquicos o republicanos. A favor de la huelga general o en contra. Nada de los espejos deformantes del callejón del Gato en los que Valle Inclán se inspiró para dibujar los esperpentos, lo nuestro es el ‘guerracivilismo’. Cuando más felices somos es cuando nos enfrentamos. A quien sea, incluso a nuestra propia sombra. «Qué dice ese, que me opongo». El mantra nacional.
Los arrebatos de individualismo colorean nuestro retrato colectivo. Detrás de la ancestral raíz ácrata, de ese espíritu anarquista del yo me lo guiso y yo me lo como, se adivina el Simón de la canción popular ‘La Pirroquia’. En los tiempos de la transición democrática le oí decir más de una vez a un compañero en la universidad: «No firmo ningún manifiesto que no haya redactado personalmente, ni asisto a ninguna manifestación pública que no esté convocada por mí». No se reía al decirlo y, desde luego, se atenía solemnemente al mandamiento. Somos el país donde se entiende a la primera eso de «Ni dios, ni rey, ni patrón», aunque a ratos nos dejemos vencer, al contrario que el Simón de ‘La Pirroquia’, por la necesidad de hacer bulto y sentirnos masa.
Cultivamos la oposición (al mundo o a nosotros mismos) como si fuera un asidero imprescindible para mantenernos en pie. Cultivamos el sentido de oposición que nos transforma en ‘contrario’, es decir, que nos sitúa enfrente, que nos marca como adversario. Aquél está arriba, pues yo abajo. Ése dice blanco, pues yo negro.
¿Quién dijo sutilezas, matices, ponderación, acuerdo, tolerancia, comprensión? Las glándulas salivales del entusiasmo colectivo se nos activan con otros manjares: radicalidad, trazo grueso, «pa’ cojones los míos» y leña al mono hasta que aprenda el catecismo. No sé si es el instinto o la educación ambiental, pero al español le gusta afirmarse en oposición a algo, a alguien; pensar que es ‘radicalmente’ distinto a algo o a alguien. Basta escuchar un rato o leer unas pocas frases –escritas con libertad– para detectar si detrás de cualquier discurso se perciben los anticuerpos de un espíritu conciliador o intransigente. Si detrás de las palabras mejor o peor ordenadas se agazapa la voluntad de encontrar verdades o de transmitir consignas. Quiero decir que no es muy difícil descubrir la existencia de un espíritu libre (en la medida en que todo hombre puede serlo, no hay que hacerse muchas ilusiones) o a un reproductor de la voz de su amo.
Cuando digo conciliador no estoy pensando en un ‘bienqueda’ como esos tipos que no saben decir ‘no’ y rehuyen todos los conflictos. Conciliador no significa indiferente. «Un hombre puede combatir una afirmación con un razonamiento; pero una sana intolerancia», escribió Chesterton, «es el único modo con que un hombre puede combatir una tendencia».
Si la atmósfera que nos rodea está cargada de dogmas, de proposiciones que tienden a convertirse en verdades incuestionables, una sana intolerancia o sentirse como el Simón de ‘La Pirroquia’ ayudan a salir del rebaño y a despejarnos la cabeza.