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La memoria selectiva

La memoria es selectiva porque va ligada a nuestras emociones. Recordamos lo que nos importa, lo que es trascendente, al margen de que esa trascendencia pueda considerarse del todo baladí o el trance más relevante del resto de nuestra vida. Recordamos por ejemplo el primer beso de amor, partidas interminables de póker con los amigos o el temblor, perfumado de ternura, al sostener entre los brazos al hijo recién nacido.
Es posible que la voracidad del olvido convierta en arena esos instantes en que decidimos optar por una carrera y no por otra; en que nos dejamos robar el mes de abril o en que recibimos, al contrario, el regalo milagroso de una persona insustituible. La memoria es selectiva y enmarca los recuerdos según la fuerza con que llegaron a nuestro corazón, pero no los ordena jerárquicamente. Quiero decir que, como en la canción de José Alfredo Jiménez, las emociones no entienden «esas cosas de las clases sociales» y no hay manera de regularlas, de lograr que funcionen igual que las piezas de un robot.
No recordamos por ejemplo qué fatídica conjunción de circunstancias nos empujó a suscribir una hipoteca que maldecimos con la puntualidad de sus cuotas pero recordamos hasta en el mínimo detalle aquel larguísimo paseo por la playa, perdiendo el tiempo y riéndonos igual que adolescentes bajo la lluvia. Quizás hemos olvidado asuntos tan relevantes como el momento preciso en que ganó las elecciones de nuestros sueños la edad del DNI y no la del corazón, pero no se nos borran las imágenes de Pedja Mijatovic, montenegrino, 29 años, dándole al Real Madrid con un gol de ángulo imposible la séptima Copa de Europa.
De todos los dibujos y chistes de Antonio Mingote recuerdo especialmente uno. Eran los años tenebrosos de la ignominia en el País Vasco, cuando los asesinatos se sucedían ante mucha gente que callaba o volvía la cabeza parapetada en esa infamia de «si los matan, algo habrían hecho…». En el dibujo aparecía un hombre tendido en el suelo, muerto, al que acababan de disparar. Junto a él un niño de pocos años que exclama: «¡Han matado a mi papá, han matado a mi papá!». Contemplando la escena, dos personas con sus txapelas y uno de ellos le dice al otro: «Fíjate tú, tan pequeño y ya chivato».    
Por encima de otras muchas viñetas de Mingote, cargadas de humor paradójico o de ironía costumbrista, en mi memoria perdura el tremendo alegato contra la barbarie de aquel dibujo del crío y el padre muerto, aquella instantánea de actualidad con la que nos recordaba, en el fondo, que el emperador está desnudo y que «la banalidad del mal» que describió Hannah Arendt para referirse al pensamiento y la forma de actuar de los nazis, es un virus contra el que no se han vacunado muchas sociedades.    
Únicamente con ese dibujo Mingote se hubiera ganado un trono en el espacio reservado a los justos. Lo que me sorprende ahora no es el unánime reconocimiento a su condición de ‘intelectual’ infatigable, sino cómo logró, en un país tan proclive al exceso y al desvarío, conservar intacto, indemne, la bonhomía de su humor, de su inteligencia y de su piedad.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


abril 2012
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