La piratería, como la piedra filosofal, es capaz de convertir el plomo en oro. «¿Quién hace de piedras pan, sin ser el Dios verdadero?» se preguntaba Quevedo, que conocía de sobra la respuesta: el dinero. En vez de la piratería podría escribir la rapiña, el robo, el pillaje, el saqueo… En el fondo es lo mismo. Si el pirata cuenta con las bendiciones del poder será considerado un explorador, un conquistador, un colonizador o un adelantado del progreso. El mundo funciona así desde la noche de los tiempos. Sin embargo, la piratería a la que ahora me refiero tiene que ver más que con la disputa al ‘otro’ de materias primas o riquezas, con la apropiación de lo ajeno para usarlo como si fuera propio. Desde prácticas recientes como las desarrolladas por la empresa Odyssey, que expolió un pecio español cargado de monedas de oro y plata, Nuestra Señora de las Mercedes, hasta las recolecciones masivas que han llenado las vitrinas y salas del Museo Británico, del Museo del Louvre o del Museo de Berlín, por citar tres espacios famosos que albergan los frisos y estatuas del Partenón, la Victoria de Samotracia y el busto delicado y misterioso de Nefertiti.
Recorriendo las salas del Museo Británico a uno le entran ganas de apuntarse inmediatamente a los ‘comandos Melina Mercuri’, caso de que existieran. Y digo su nombre porque la legendaria actriz y ministra de Cultura de Grecia fue una de las que reivindicaron con más fuerza la devolución del patrimonio monumental que los británicos se llevaron de la Acrópolis.
Los piratas culturales ‘clásicos’ suelen parapetarse detrás de dos argumentos algo falaces: los bienes que ellos trasladan a sus civilizadas capitales corrían riesgos de conservación y además en muchos casos no estaban ni siquiera bien valorados en su propio entorno. Es verdad que a veces se daban tales circunstancias, pero el razonamiento lleva implícita una trampa, pues si se trata de una cuestión temporal, de una época en que el pueblo o la nación requisados no tenían la cultura suficiente para ‘apreciar’ el patrimonio heredado de sus mayores, el argumento deja de ser válido desde el instante en que esos pueblos o naciones alcanzan un nivel cultural suficiente para conservar y exhibir, con todas garantías, sus tesoros histórico artísticos. ¿Entonces, por qué no les devuelven las piezas? Por dinero. Sencillamente por dinero.
Si durante años los saqueos, los actos de pillaje, los robos e incautaciones representaban un valor fundamentalmente simbólico y de estatus político social, yo creo que la transformación del viajero en turista, la masificación de las visitas, la consolidación del turismo como una de las grandes industrias de la modernidad han hecho que los museos se conviertan en alquimistas capaces de transformar las piedras en oro, en monedas de curso legal.
Decir que devuelvan lo que se ha convertido en su principal reclamo, en el imán que les proporciona riadas de riqueza, sería tirar piedras al propio tejado. Nunca lo harán. Así que cuando viaje a estos templos de la cultura en Londres, en París, en Berlín, piense que además de arte estará admirando el botín de veteranos piratas.