Desde siempre el hombre ha sentido atracción por el abismo y se debate entre Eros y Thanatos, lo dos impulsos, como advierte Freud, que son norte y sur de la existencia. Parece que entendemos y justificamos muy bien todo lo relativo a Eros, al amor y a sus múltiples ramificaciones, desde la conmoción de los primeros escarceos en la adolescencia hasta la convención de las bodas, bautizos y sus correspondientes días conmemorativos. ¿Pero qué pasa con Thanatos? Aparte de las funerarias y de las floristerías, del negocio de la muerte viven muchas personas, incluso del sector turístico. La Universidad Central Lancashire, de Inglaterra, ha creado el Instituto de Estudios sobre Turismo Necrológico para buscar una explicación académica al hecho de que miles de ciudadanos visiten durante sus vacaciones el campo de exterminio de Auschwitz, la ‘zona cero’ de Nueva York, los campos de la muerte de Camboya o la central nuclear de Chernóbil, según informa el diario ‘La Vanguardia’ citando fuentes de la BBC.
El director del centro universitario, Philip Stone, cree que las visitas a esos lugares obedecen al sentido trascendente que concedemos a la vida, al hecho de que «vivimos en una cultura que por lo general elimina la muerte del dominio público», explica, y también a que visitando esos escenarios del horror, de las atrocidades, los turistas pueden dar un paso atrás y experimentar la sensación de alivio, la alegría de que no haberle sucedido a ellos la terrible desgracia de convertirse en víctimas.
¿Pero el turismo necrológico no está relacionado en realidad con el nacimiento del turismo? ¿Qué buscaba Stendhal en sus paseos por Roma, Florencia y Nápoles? ¿Y qué buscaron Heine o Goethe o los viajeros ilustrados y del romanticismo por media Europa? ¿Qué tipo de turismo es el que conduce hasta las pirámides de Egipto, los mayores monumentos funerarios de la historia?
Yo creo que el hombre que se acerca hasta los pabellones de Auschwitz o hasta los campos de la muerte de Camboya no solo acude para reflexionar sobre la muerte y la trascendencia de la vida, sino para interrogarse acerca de la maldita ‘banalidad del mal’ y del instinto irracional que aún alienta en muchos ejemplares de Homo sapiens.
Esos lugares de las grandes hecatombes de la historia, de los apocalipsis que perpetraron el nazismo de Hitler, los Jemeres Rojos de Pol-Pot, el nacionalismo étnico en Bosnia-Herzegovina o la Al-Qaeda de Bin Laden no pueden invitar únicamente a que reflexionemos sobre el más allá, como si se tratara de un cuadro del barroco con el caballero observando la calavera junto al reloj de arena para ilustrar el tema del ‘tempus fugit’.
Quienes visitan en París el cementerio Père-Lachaise, donde están enterrados desde Proust hasta Edith Piaf, Balzac y Chopin, o quienes recorren las galerías del Panteón de Hombres Ilustres, donde reposan, entre otros, los restos de Voltaire, Víctor Hugo y Zola, pueden ser adscritos al ‘turismo necrológico’, pero un turismo más preocupado por los aspectos estrictamente culturales de la historia que por el desasosiego que suscita la cercanía del horror y del mal.