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Títeres y fantasmas

Cuando yo estudiaba el bachillerato, en Trujillo había un personaje popular que al aproximarse a la pared del cementerio     aceleraba el paso, se ponía la mano en la cara a modo de anteojera y no la bajaba hasta rebasar el límite del camposanto. Por la impresión que le causaba. A mí algunos días me dan ganas no de ponerme la mano de anteojera, sino de imitar las figuritas de esos tres monos que se tapan la boca, los oídos y los ojos.
Parece una tentación comprensible no querer oír, ni ver, ni hablar de lo que nos rodea, de la realidad cotidiana, cuando lo que nos rodea tiene más semejanzas con los cuadros inquietantes de El Bosco que con las promesas de un paraíso consumista donde eran inimaginables la burbuja urbanística, la crisis económica o la abundancia de sepulcros blanqueados en el panteón patrio de la banca.
Un paraíso consumista que se ha desplomado como un castillo de naipes y nos está convirtiendo en contemporáneos emocionales de la Generación del 98, aquel puñado de españoles a los que la pérdida de Cuba y de las últimas colonias les sirvió para abrirles los ojos y buscar un rearme moral en las esencias de la España más austera.
Los mecanismos de la macroeconomía están relacionados con la aritmética y las matemáticas pero también con la psicología y las supersticiones, con la pura apariencia. Así como hay dolencias que se curan con la sola presencia del médico, hay situaciones económicas que no dependen, objetivamente, de factores racionales, fáciles de medir, sino que tienen que ver mucho más con los estados de ánimo de quienes mueven las piezas en el tablero que con las toneladas que producen los peones y las otras fichas en juego.
En una sociedad no globalizada, autosuficiente, la partida de ajedrez de la economía también requiere piezas sobre el tablero, pero esas piezas disponen de un grado mayor de autonomía que la actual, de modo que buena parte son marionetas, pero marionetas de sí mismas, si puede decirse así. Sin embargo, en la sociedad globalizada quienes manejan los títeres, quienes deciden a dónde van o qué hacen los ‘muñecos’ de la farsa no solo parecen más implacables, sino que resultan más anónimos, más distantes e insensibles.
Es otra de las consecuencias perversas de la crisis: el ciudadano de a pie, el pobre consumidor que se ha limitado a ser movido y traído de aquí para allá sobre las tablas del escenario no tiene enfrente la imagen de un ‘tirano’, de un sátrapa, sobre el que descargar toda su ira para presentarle batalla. Los mercados son invisibles. Y es más, tratan de presentárnoslos como ‘conglomerados’ abstractos que se dedican a la filantropía o a mantener las pensiones de nuestros viejecitos… Qué tocomocho.
Por eso se entiende que en periodos de crisis e incertidumbre mundiales surja la atracción por los ‘salvadores’ dispuestos a librarnos del apocalipsis. El espíritu gregario y la paralización que inocula el miedo hacen el resto. En esta encrucijada tenemos  que levantar cabeza y ahuyentar al fantasma insaciable que se está forrando a costa de nuestra desgracia.

Juan Domingo Fernández

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Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


junio 2012
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