Una de las noticias más curiosas que he leído en los últimos tiempos la protagoniza un joven de 27 años que citó a su madre a una falsa entrevista de trabajo para aprovechar la salida y robar en su casa. A través de un móvil prepago desvió llamadas a la centralita del ayuntamiento de Ronda, donde reside, y logró hacer creer a su madre que la habían citado para ofrecerle un trabajo. La madre regresa a casa, comprueba que está la cerradura forzada y que le han robado. Y aquí viene la segunda parte. Denunció que le habían sustraído 2.500 euros en efectivo, pero la policía ha descubierto que la cantidad real fue solo de 280 euros.
El enlace a la noticia me llegó a través del correo electrónico de un lector que sigue regularmente estos escritos y que lo acompañó con la siguiente nota: «Por si no la has visto, tal vez te sirva para una de tus ‘columnas morales’».
La historia de ese tunante de Ronda es bien curiosa. Sin embargo, estos días los periódicos se hacen eco de otras infamias no menos graves aunque suelan pasar desapercibidas. ¿Por ejemplo? Las prejubilaciones supermillonarias que cinco directivos de Novacaixagalicia ocultaron tanto al Consejo de Administración como al Banco de España, según denuncia de la Fiscalía Anticorrupción ante el Juzgado Central de Instrucción número 2 de la Audiencia Nacional.
¿Otro ejemplo? La existencia de 200.000 trabajadores que, según la ministra de Sanidad, Ana Mato, podrían estar obteniendo fármacos gratuitamente por estar adscritos de manera irregular a la cartilla de un familiar pensionista. Más allá de que el fraude producto de esta trampa sume tal o cual cantidad, no deja de ser un ejemplo de ‘golfada incívica’, y aunque por su carácter gregario nunca se aproximará, individualmente, a lo que defraudan por ejemplo los grandes caimanes de la ingeniería fiscal y financiera de las sicav, la condición de su mal es de la misma naturaleza. La esencia de lo incorrecto no varía por la cantidad. Otra cosa son las consecuencias y los efectos, pero en esencia, tan ‘inmoral’ es quien roba diez euros como el que roba diez mil.
En un país como España, donde somos tan proclives al juicio sumarísimo en la barra del bar, proclamar cierta inclinación defraudadora nunca ha sido motivo de vergüenza, sino de orgullo. De tipos listos.
Cuenta Indro Montanelli en ‘Historia de Roma’ que durante los primeros siglos de la urbe las clases altas eran conservadoras y no se avergonzaban de defender abiertamente sus intereses de casta. «Pero pagaban los impuestos, cumplían diez años de duro servicio militar, morían al frente de sus soldados, y cuando se trataba de elegir entre los propios privilegios y el bien de la patria no titubeaban».
Dudo que el ciudadano de la calle busque conductas ejemplarizantes, referencias morales, en los que podríamos considerar ahora nuestras ‘clases altas’. Creo que más bien es al contrario. Con la excepción de algún filántropo o de algún profeta del bien común, sospecho que buena parte de la tropa se acuesta todas las noches con la sensación de ser unos pardillos –por no poder ser otra cosa– rodeados por golfos incívicos.