La historia de la esquela y de la lápida convertidas en ajuste de cuentas ‘post mortem’ está suscitando gran interés en los medios de comunicación quizás por ser un conflicto fácil de comprender en el planteamiento y en el desenlace. Como en todas las historias de interés humano, el lector se hace enseguida una composición de lugar e imagina un catálogo de agravios cuya punta del iceberg son la singular esquela en ABC y esa lápida en un cementerio madrileño rematada con una frase admonitoria: «Dios hará justicia con los que te hicieron daño».
Cuando digo comprender el conflicto no me refiero a justificar la actuación, las posiciones de una o de otra parte, sino a que se trata de una historia donde alguien decide dejar por escrito, y públicamente, duros reproches que enseguida extienden una nube de sospechas sobre el comportamiento de tres personas: dos hermanos y una hija a quienes se acusa de haber abandonado a su hermana y madre, respectivamente, «cuando más les necesitó» y de «falta de cariño y apoyo durante su larga y penosa enfermedad».
«No juzgues y no serás juzgado» aconseja el mandato evangélico, así que no seré yo quien condene ninguna iniciativa, pero sí quiero formular dos preguntas: ¿Por qué la fallecida –o quienes se encargaron de enviar la esquela al diario y de grabar la lápida– no remitieron una carta expresando claramente su decisión de perdonar a esos a los que reprochan un proceder tan poco cristiano? ¿Por qué trasladar al escaparate público un asunto que pertenece al ámbito familiar e íntimo?
Esta historia ha desvelado un desencuentro llamativo y seguro que el que más o el que menos conoce situaciones similares, aunque no se resuelvan con tanto despliegue mediático. Quien frecuenta algunas residencias de ancianos o asilos probablemente pueda contar varias historias de personas enfermas o necesitadas de cariño que se pasan meses o años anhelando que sus hijos o familiares directos les hagan una visita que nunca se produce.
A mí me conmueve el suceso de la protagonista de la esquela y la lápida, pero no me sorprende. Y no lo digo tanto porque hayamos pasado de una sociedad con familias extendidas a familias nucleares, sino porque el enfermo y el anciano se han convertido elementos cada vez más débiles dentro de la estructura social. Por otra parte, si tras esta historia de la esquela y de la lápida lo que imaginamos son desencuentros y odios familiares, tampoco hay lugar para la sorpresa. ¿Acaso son nuevos los odios familiares? Desde Caín y Abel hasta buena parte de los dramas de la literatura universal están trenzados con esa materia. Alguien advirtió que los odios familiares son los peores porque están hechos con la paciencia tenaz y meticulosa de un encaje de bolillos.
Lo que sorprende sin embargo es recurrir al epitafio para propinar el garrotazo moral. O tal vez no.
En los cementerios abundan los epitafios con reproches de todo tipo. Mi preferido es el de un norteamericano que mandó grabar sobre su tumba esta alusión a su esposa: «Mary, te dije que estaba enfermo».