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El porvernir

Roberto tiene 19 años. Hasta hace poco vivía con su madre, pero como ella no lograba la mitad de los días comida para él ha decidido irse de casa. Se ha marchado al piso de una familia que le ha acogido y a la que conoció porque también ellos iban en ocasiones al mismo comedor social donde acudían él y su madre. La pareja está divorciada, pero conviven juntos porque no pueden permitirse ir cada uno por su lado. Roberto dice que «es gente humilde, como yo» y que está contento con ellos. Les paga ciento y pico euros al mes que los servicios sociales de su ciudad le han conseguido por apuntarse a uno de esos cursos formativos subvencionados.
Roberto no sabe nada de su padre, únicamente que vive en una ciudad lejana y que nunca se ha preocupado por él ni ha contribuido con una ayuda para su sustento. La última vez que lo vio, hace una pila de años, fue el día de la primera comunión. Su abuela paterna, que habita una casa baja en una barriada de las afueras, le dijo que mientras ella viviera no le faltaría para comer. Roberto se acuerda muchas veces de esa frase que es como un asidero, como un refugio calentito donde acurrucarse cuando le resulta demasiado inhóspito el desamparo, la mala suerte y la soledad.
La madre de Roberto tiene un hijo más pequeño de otra relación. Pero Roberto no ve mucho a su hermano. «Es un chavalino que apenas conozco; cuando su padre lo llevaba a casa de mi madre le encantaba jugar conmigo y que le sacara a dar una vuelta por ahí».  Roberto está preocupado porque el curso del que cobra los pocos euros que destina a su familia de ‘acogida’ termina el mes que viene y aún no ha encontrado un trabajo ni una ayuda oficial para el próximo trimestre.
Algunas mañanas se le echa de menos en el aula. Cuando los profesores preguntan el motivo de la falta a clase, los compañeros de Roberto dicen que se ha tenido que marchar porque estaba indispuesto. Pero no es verdad. O no es verdad del todo: las faltas coinciden siempre con los días en que va a ver a su abuela a recoger bolsas con comida y unos pocos eurillos que ella le da como a escondidas…
A Roberto le gusta una chica que conoce desde que eran niños y jugaban en la orilla del gran río que baña su ciudad. Cuando se cruzan por la calle no puede evitar ruborizarse ni que el corazón se acelere desbocado. Ya no se atreve a hablar con ella y mucho menos quedar para irse al botellón o a ver una película. En realidad, cuando Roberto la ve venir de frente, por la misma acera, se limita a sonreírle y acelera el paso, como si no quisiera mostrar ninguna emoción especial, como si no quisiera desvelar que el corazón, boom, boom, boom, retumba en el pecho como los altavoces de un coche tuneado. En cuanto se cruzan, él gira la cabeza para verla alejarse con la carpeta de estudios. Roberto confía secretamente en que algún día ella vuelva también la cabeza y se crucen las miradas. Sabe que a esa chica le aguarda un futuro mejor, pero se resiste a rendirse, «soy joven y tengo toda la vida por delante», dice para sí mientras pulsa el timbre de la casa de su abuela.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


octubre 2012
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