Soy poco dado a la lágrima, pero conozco una canción que nunca logro escuchar sin que se me humedezcan los ojos. Se titula ‘Lágrimas en el cielo’ (’Tears in heaven’) y la compuso Eric Clapton después de que su hijo Conor, de cuatro años, se precipitara al vacío, accidentalmente, desde su apartamento en la planta 53 de un rascacielos de Nueva York. Esa composición, que tiene algo de salmodia, de mantra contra la desolación del recuerdo, comienza con una pregunta de Clapton a su pequeño: «¿Sabrías cómo me llamo si me vieras en el cielo?».
De la tragedia en el pabellón Madrid Arena una de las cosas que más me han conmovido no es lo absurdo de que cuatro jóvenes terminen en ese moridero maldito, sino la forma en que sus padres, sus hermanos, sus familiares directos han tenido que enfrentar la catástrofe. Algunos de los testimonios que han expresado estos días supongo que son fruto de una profundísima fe religiosa que actúa de bálsamo espiritual, de calmante frente a la desdicha, frente al dolor.
Yo intento ponerme en su lugar y no consigo sobrevivir, aunque sea imaginariamente, a la hecatombe que tiene que representar la muerte de un hijo, al cataclismo emocional que se produce cuando te informan que al ser querido al que acabas de despedir feliz porque sale a una fiesta con los amigos nunca más lo abrazarás con vida…
Una de las psicólogas del Instituto Anatómico Forense de la capital de España, Lourdes Fernández Márquez, resumía para ‘El País’ lo que significa perder un hijo: «el duelo más complicado». «Se aprende a vivir con ello, pero superar la muerte de un hijo es imposible».
La religión podrá resultar un alivio pero estoy convencido de que, en efecto, el dolor de esa pérdida no desaparece jamás. Cuántas parejas confiesan que la desgracia a la que nunca querrían enfrentarse es precisamente a la de perder un hijo, y más cuando se trata de una vida joven, en plenitud.
Los aficionados al cine que conozcan la película ‘La habitación del hijo’, del italiano Nanni Moretti, saben a lo que me refiero. Mientras escribo esta columna está sonando ‘Tears in heaven’, la canción de Eric Clapton, con numerosas versiones en Youtube, y con el fondo de sus acordes las informaciones acerca de los aspectos técnicos y ‘políticos’ de la avalancha que causó las cuatro muertes en el pabellón Madrid Arena me parecen los ‘flecos’ de la noticia. Entiéndaseme, no quiero decir que ahondar en las cuestiones relativas a la seguridad del recinto y de los accesos, el respeto a las autorizaciones administrativas, el control de los asistentes, etcétera, no deban abordarse hasta sus últimas consecuencias así como depurar hasta la última responsabilidad a que haya lugar. Lo que quiero decir es que todos esos aspectos me parecen ahora menos relevantes, de menor interés humano que el corazón del asunto: el dolor de cuatro familias por cuatro jóvenes muertas y una quinta que se halla en estado crítico. Cuando pasen los meses y los asuntos ‘técnicos’ y políticos hayan sido resueltos, en la memoria de esas familias seguirá resonando el llanto íntimo, incontenible, por unas muertes absurdas.