ESTA semana he tenido que acudir a la oficina de una entidad financiera para resolver un trámite inaplazable. Atiborrada de gente, opté por desplazarme a otra sucursal con la esperanza de que la cola fuera menor. Vaya chasco. Me acordé de lo que dice la escritora y humorista Rita Rudnes: «En el banco de mi pueblo lo habitual es que haya dos cajeros, excepto cuando hay mucho trabajo y tienen uno solo». Donde yo estuve había dos trabajadores en la caja pero compartían una sola máquina para las operaciones en metálico y el resultado era para desesperar al santo Job. Mucha gente de la que iba llegando cruzaba la puerta de entrada, observaba el panorama y se ponía a resoplar con el extremeñísimo «¡Ufff» o con un «¡Madre mía, como está esto!» dirigido a la concurrencia. Visto el panorama, bastantes optaron por dar media vuelta y salir de la oficina refunfuñando o jurando en arameo.
Si uno dispone de tiempo, sin embargo, la cola de los clientes en un caja de ahorros o en un banco es un observatorio privilegiado para eso que se llama tomarle el pulso a la calle. Pocos grupos. Mucha gente mayor y con ganas de pasar el trámite. No falta el espabilado o espabilada que trata de colarse o ‘escabullirse’ hasta los primeros puestos con la excusa de que es solo una ‘consultita’. Ni la señora mayor que acude con su asistenta y da por supuesto que «toda esa gente» no estará esperando para el mismo empleado a quien ella consulta habitualmente sus asuntos… No falta quien aprovecha la vez para dos colas, y tras hacer una gestión en la primera ventanilla se reincorpora a la cola pero ganándole el sitio, pasito a pasito, sibilinamente, a quien le precede… Una persona de rostro serio mira con inquietud el reloj cada pocos minutos porque, explica, tiene en casa a un enfermo al que atender y a los nietos, a quienes tiene que darles de comer… Las horas pasan lentas como las tardes de domingo en las canciones de Sabina. Dos mujeres mayores, sentadas, entretienen la espera haciéndose confidencias sobre su edad. «¿Cuántos años cree que tengo?», le pregunta a la mujer de al lado. «Ochenta y tres. Seguro que le saco unos pocos», dice antes de que le conteste. «Pues yo algunos menos, setenta y cuatro». Un joven escucha música en su teléfono con los cascos puestos y de rato en rato se le ve abrir el muro de Twitter. De vez en cuando los empleados atienden de manera simultánea el teléfono y a otros clientes mientras sigue creciendo la cola.
Al cabo de hora y media reina en la sucursal un ambiente que me recuerda el universo de ‘La colmena’, de Cela. Es una estampa costumbrista que identifico con esa atmósfera de tristeza, de supervivientes al aguardo del día a día como los que reunió Cela en el café de Doña Rosa, el escenario donde transcurre buena parte de la novela. Yo pensaba que las colas teñidas de melancolía y pesadumbre solo podían encontrarse ya en las obras del realismo social o en los documentales de Basilio Martín Patino, pero están rebrotando de nuevo. La cola en España es más que un símbolo, forma parte de su esencia. Si alguien la hubiera patentado, ríete tú de la fortuna de Bill Gates o de Amancio Ortega.