Muchas veces la diferencia entre un mochuelo vacuo y una persona inteligente no se distingue a primera vista y es preciso reparar en los pequeños detalles. El mochuelo vacuo, el zote por antonomasia, suele pavonearse y comportarse aparentemente igual que quien va guíado por la razón, aunque en su caso en vez de trabajar con argumentos y alcanzar opiniones solo alimenta prejuicios. Y ya lo advirtió Voltaire: los prejuicios son la razón de los tontos.
Puede decirse que en la mente del mochuelo vacuo opera un procedimiento de actuación averiado, defectuoso, como el de esos autómatas incapaces de llegar a conclusiones que no figuren en los circuitos integrados de su sesera; es decir, incapaces de saltar sobre la programación de sus prejuicios y actividades de repetición. El comportamiento habitual del mochuelo vacuo lo resume a la perfección un dicho popular: «Cuando el tonto coge la linde, la linde se acaba pero el tonto sigue».
Yo creo que uno de los inconvenientes de las sociedades modernas –acaso consecuencia de la superabundancia de información y del déficit de análisis rigurosos, estructurados– es la progresión geométrica en que han crecido los prejuicios, antes circunscritos a ámbitos ‘privados’ y ahora colonizadores de toda la esfera social. Los prejuicios son bombas cuyos detonadores se llaman tópicos. ¿Y qué caldo de cultivo más propicio para la multiplicación de estas armas que el de una sociedad y una ‘cultura mosaico’ como la nuestra?
En cierta medida, al mochuelo vacuo le ocurre como a aquel compañero de Julio Camba que era incapaz de referirse «a un funcionario sin llamarlo probo, a un menestral sin diputarlo honrado, a un criado sin proclamarlo fiel, ni a un banquero sin calificarlo de opulento», hasta el extremo de reconocer que si le obligasen a decir «el opulento funcionario», «el honrado banquero», «el probo criado», o «el fiel menestral» se volvería loco. Camba criticaba en su artículo la inercia de las frases prefabricadas y cerraba su argumentación con la idea de que para desintegrarlas «se necesita una energía mucho mayor que para desintegrar el átomo». Lo mismo, dicho con otras palabras, que sostenía Einstein: «Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio».
Los prejuicios son malas hierbas en el jardín del pensamiento, taras en cualquier estructura argumental que acabarán minando su resistencia y anticipando el derrumbe. Frente a la moda del cliché, del lugar común, del topicazo y de la frase hecha que en vez de alumbrar enmascara hay que oponer el deseo de verdad y la mirada sin anteojeras propia de los limpios de corazón.
El peligro del mochuelo vacuo de turno es su abuso del dicterio, del exabrupto, de la charlatanería. Porque su determinación a la hora de ahondar en lo sectario, en la filia o en la fobia interesada, no suele ser casual sino fruto de la vocación mercenaria. Una pasión por el piñón fijo argumental y por los calificativos que cotizan en bolsa. Si en su camino se cruza uno de esos que nunca dudan y se recrean en el tópico y en el prejuicio seguro que está ante un ejemplar de mochuelo vacuo. Dios le asista.