A mediados del siglo veinte, concretamente 55 años después de haberse concedido el primer Premio Nobel de Literatura, la Academia de Ciencias de Suecia reveló que ese galardón inicial entregado en 1901 debía haber recaído en el gran escritor francés Émile Zola, pero ante la oposición de la Academia Francesa el premio fue para el poeta y ensayista Sully Prudhome.
Zola ha pasado a la historia de la literatura a pesar de que se presentó catorce veces a la Academia Francesa y en todas ellas fue derrotado. Padre del naturalismo, obligado a exiliarse tras el famoso ‘caso Dreyfus’, autor del legendario artículo-carta ‘Yo acuso’, fue rehabilitado después de su muerte y sus cenizas acabaron con todos los honores en el Panteón donde reposan los hombres ilustres de Francia.
De Sully Prudhome no he oído hablar en mi vida. Por la Wikipedia me entero de que fue miembro de la Academia Francesa y también de otro detalle que le diferencia de Zola: sus retos no son venerados en el Panteón. ¿Justicia poética?
La balanza del reconocimiento, de la recompensa por el trabajo de cada uno, tiene muchas veces los platillos vacíos. La historia está llena de casos como el de Zola, preterido por la fortuna de un éxito más que merecido. Quizás por ello no debe perder vigencia el consejo de Kipling: «Al éxito y al fracaso, esos dos impostores, trátalos siempre con la misma indiferencia».
A mí me gusta mucho el principio pedagógico, el modelo de la ‘obra bien hecha’ que defendía Eugenio D’Ors y que puede leerse en su monumento del Paseo del Prado de Madrid: «Todo pasa; una sola cosa te será contada y es tu obra bien hecha». Un principio de aplicación para cualquier sociedad y persona. La obra bien hecha, el trabajo responsable como aspiración permanente. Un lema que sirve igual para un pastor que para un mecánico; para un médico que para un arquitecto; igual para un camarero que para un juez o una bailarina.
Habrá a quien le parezca que delegar a la posteridad la recompensa por los trabajos que tienen proyección de futuro (y en cierto sentido todos la tienen) es vana ilusión, como escribir en el mar. Yo creo que lo mejor es olvidarse de esos dos impostores y abundar en el ideal del trabajo diario bien hecho, lo mejor hecho posible, por encima de cualquier casuística y circunstancia.
Al éxito y al fracaso, esos dos impostores, trátalos siempre con la misma indiferencia. No te dejes engañar por el señuelo del aplauso fácil ni del reconocimiento arduo; no dejes que te venza tampoco la melancolía del desánimo ni el agotamiento de la voluntad. Ni sumirte en las sombras ni vivir en las nubes. Ante el desasosiego, más esfuerzo; frente al pesimismo, innovación. Y siempre en mente el ideal de la «obra bien hecha».
Lo que venga después podrá quitarte el sueño pero no te hará peor. Podrá dañarte, pero no vencerte. Y si por la noche antes de irte a dormir dispones de un rato para repasar la jornada, acuérdate de lo que dijo Albert Camus: «El éxito es fácil de obtener. Lo difícil es merecerlo». Es lo que cuenta.
¿Que hay tormenta y está lloviendo afuera? Ya escampará.