CUENTA Andrés Trapiello que cuando se compró una vieja casa cerca de Trujillo encargó al cantero que grabara sobre la puerta de entrada unos versos de Virgilio: «Laudato ingentia rura exiguum colito» («Alaba las fincas grandes, cultiva la pequeña»). En estos días tan propicios para meditar sobre la fugacidad de la vida, el ‘carpe diem’ y el sentido de la existencia, yo estoy por imitar a Trapiello y hacer grabar, –no sobre la puerta de entrada a mi casa, pero sí en lugar bien visible y destacado– una frase de Joseph Joubert que he citado otras veces y que me parece digna del mármol: «Si la fortuna quiere hacer estimable a un hombre, le da virtudes. Si quiere hacerlo estimado, le da éxitos».
Tengo la impresión de que esa máxima posee la fuerza de las leyes en vigor, de las sentencias cuya validez ha sido contrastada en diferentes tiempos y circunstancias. No sé en quién pensaba Joubert cuando la escribió hace dos siglos, pero imagino que no le faltarían ejemplos entre los muchos ‘figurones’ que conoció a caballo entre finales del siglo XVIII y el primer tercio del siglo XIX, entre quienes habían asistido a la brillantez de Voltaire y de los enciclopedistas y el nuevo mundo que alumbraría la Revolución Francesa y sus secuelas.
Yo creo que en Joubert opera de manera natural la prudencia y, como los auténticos filósofos que parten de una mirada ‘moral’, trascendiendo los espejuelos de lo epidérmico, sus reflexiones suelen desembocar en juicios valiosos; quiero decir que las palabras de Joubert nunca son simple cháchara, envoltura barata, sino pequeños tesoros de sabiduría y de verdad. Y de bondad.
En nuestros días caminamos aceleradamente hacia una sociedad donde el valor de referencia, la moneda de curso legal se llama ‘éxito’, no ‘virtud’. Y no me refiero únicamente a la consideración pública que se concede a quienes relucen y tintinean en los diversos escaparates mediáticos; estoy pensando también en todas esas personas a quienes distinguimos con nuestro aprecio en la política, en la economía, en la ciencia, en la justicia, en el deporte, en la sanidad, en la educación, en la cultura, en los diferentes ámbitos laborales… por el simple hecho de que ‘triunfan’ y encabezan el correspondiente escalafón. «Tanto tienes, tanto vales», dice el adagio popular. Y a más éxito, más valor.
La sentencia de Joubert, sin embargo, es una invitación a la humildad, a rebajarnos los humos para no perder la brújula en el desierto. Recapacitando sobre el pulso que libran diariamente el éxito y la virtud, Joubert nos proporciona en realidad un antídoto contra el error, una vacuna para sortear la falsedad, un remedio para no creernos mejores de lo que somos o para no aplaudir al que consigue sus éxitos a cualquier precio. Para no equivocarnos, como si fuéramos los profesores del examen a la hora de poner la nota definitiva. Para no darle el sobresaliente al que considera mejor al rico que al sabio, al ambicioso que al justo, al poderoso que al humilde. Así es probable que nos compliquemos el día, pero seguro que dormimos mejor todas las noches.