Acaba el año y el columnismo tradicional vive el momento de temas cíclicos: los resúmenes, más o menos prolijos, de lo ocurrido en los últimos 12 meses; la conveniencia o no de incluir inocentadas el 28 de diciembre en la prensa escrita; el amplísimo catálogo de asuntos navideños, con sus derivadas dulzonas o melancólicas: belenes, villancicos, aguinaldos y reencuentros familiares anhelados o imposibles; la apoteosis de la Lotería de Navidad y el Gordo presentido; la nueva cosecha de frases célebres y pensamientos filosóficos que poblarán las agendas y almanaques de 2014; la doble y callada pugna entre Papá Noel y el árbol con el belén y los Reyes Magos; la posibilidad de ahorrar o no ahorrar con la iluminación navideña en las calles; la desaparición de los antiguos concursos de escaparates que se organizaban con motivo de estas fiestas; el abuso de turrones, mazapanes y figuritas en la dieta diaria; las recomendaciones sobre libros, música y prendas de vestir para regalar en Navidades y Reyes; el exceso de regalos que reciben los niños y del que siempre culpamos a los abuelos y a los tíos que los malcrían; la multiplicación de las cenas de empresa, a pesar de las crisis y de los recortes; la práctica desaparición de las tarjetas postales manuscritas ante la llegada, imparable, de las felicitaciones a través del correo electrónico y de las redes sociales; los programas televisivos de fin de año y los cotillones y fiestas para jóvenes; los maratones benéficos y el reparto de las cestas navideñas; la subida y la bajada de los combustibles; las escapadas a la nieve de los más pudientes; las elucubraciones sobre el campeón de invierno en la liga de fútbol; las apuestas caseras sobre cuál será en las televisiones el último anuncio del año…
Cuando era más joven, a mí me gustaban mucho los artículos que recreaban los cuentos navideños de Charles Dickens y la ironía con retranca de Julio Camba, sobre todo la antología donde refulge el de la lotería nacional: «El pueblo español invierte sus ahorros en la Lotería en lugar de dedicarlos a la industria, de la misma manera que, en vez de canalizar sus ríos, organiza rogativas durante las épocas de sequía. El trabajo no le inspira ninguna confianza, y, además, le resulta incómodo. Que trabajen los pueblos de poca fe; pero no aquellos que creen en la Providencia», apostillaba.
La lotería era el tema por antonomasia. Y el momento de recordar aquella ocurrencia que se atribuye a Cela: «Media España cree Dios y la otra media en la lotería». Ahora parece distinto, como hemos visto. Hay más variedad de asuntos para llenar las casillas del imaginario popular. Descreídos en materia de culto (aunque no tanto en materia religiosa), el bajo ‘tono anímico’ del personal está para pocos cuentos de Dickens cuando la realidad golpea diariamente con historias mucho más dramáticas que en la ficción. Tan dramáticas que hasta existe un programa que aprovecha las tardes para potenciar la ‘caridad-solidaridad’ televisada en directo. Otra manera de confiar en la suerte, –en el azar de la audiencia– ante la anemia enfermiza del estado del bienestar.