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El DNI de Adriano

La globalización tiende a convertirnos en mestizos, aunque las fronteras alzan sus empalizadas para refrenar las avalanchas. La realidad enseña sin embargo que los éxodos humanos acaban traspasando los muros reales e imaginarios que encuentran a su paso, igual que el agua de un arroyo acabaría desbordando el endeble tamiz formado por el cuenco de nuestras manos.
No quiero que se me malinterprete. No estoy abogando –al calor demagógico de los sucesos últimos con los inmigrantes en Ceuta y Melilla– por la abolición unilateral de las fronteras. Eso sería además de inútil, contraproducente. Lo que sostengo es que el proceso de globalización a largo plazo hace inviable ponerle puertas al campo. Creo que la historia del hombre desde el primigenio ‘homo sapiens’ hasta los parientes de Einstein e incluso de la reina de Inglaterra no han hecho otra cosa en los últimos milenios que desplazarse de un continente a otro, reproducirse y traspasar puertas reales o imaginarias para sobrevivir y continuar la especie. Creced y multiplicaos. Está en el origen.
Puede resultar paradójico, pero en ese sentido la globalización me parece que no es un fenómeno nuevo ni un proceso que afecte esencialmente a los cambios; lo que sí afecta es a la velocidad a que los cambios se producen. Durante siglos, cuando no se hablaba de ‘globalización’ con el sentido que hoy atribuimos a esa palabra, el vínculo del hombre con su patria chica, con su lugar de nacimiento, era indestructible. De ese vínculo, es bien sabido, se alimenta la hoguera de todos los nacionalismos y la historia de tribus, pueblos, comarcas, regiones, países… ¿Pero en realidad siempre ha sido así? Yo creo que no. Hace 2.000 años Séneca confesaba: «Mi nacimiento no me vincula a un único rincón. El mundo entero es mi patria». A pesar del tiempo transcurrido, el planteamiento de Séneca no lo comparten aquellos nacionalistas en cuya concepción vital ha cristalizado una mentalidad que atribuye valores sacrosantos, indestructibles, al lugar de origen. Y que conste que no es incompatible el amor por la tierra chica con la mirada abierta a todo lo que nos rodea.
«Uno es del lugar donde ha hecho el bachillerato», decía Max Aub para significar el espacio, la población… donde se nace conscientemente al mundo. Más o menos lo mismo que Marguerite Yourcenar pone en boca del emperador nacido en Itálica en ‘Memorias de Adriano’: «El verdadero lugar del nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente; mis primeras patrias fueron los libros. Y, en menor grado, las escuelas».
Me encanta esa frase del viejo emperador que muestra, ante lo inexorable de una muerte que presiente cercana, la lucidez del hombre sabio, sincero y sin rencores: «Mis primeras patrias fueron los libros». ¿Hay algo más universal, más ‘global’, que el conocimiento, que la cultura, que la conciencia de uno mismo? A quienes solicitan ‘papeles’ para esa patria universal, común, la historia nunca se los niega. A veces se rompe algún eslabón de la cadena, pero tras las empalizadas no deja de alumbrar la vida y el futuro.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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