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La vida con humor

Lo mejor contra la oscuridad es la luz. También para los estados de ánimo. «Ahora que el optimismo está desacreditado, convendría refugiarse en el humor», escribió Irene Vallejo en esa antología de columnas periodísticas y de sabiduría titulada ‘El pasado que te espera’. Pocos remedios más eficaces contra la melancolía que la sonrisa. Y pocos refugios más confortables contra la adversidad que el humor inteligente, sin aristas cortantes. «La mejor clase de humor», añade Irene Vallejo, «es el humor redentor, el que sin ser humillante nos hace humildes».
A mí me parece que al contrario de lo que ocurre en la historia de la literatura y del toreo, donde a la gravedad de cada época corresponde un modelo literario y taurino dominante, las épocas de grandes crisis económicas siempre se caracterizan por la apoteosis del humor, o por el humor como refugio y consuelo. Del mismo modo que en los años de pesadumbre y escasez de la posguerra en España triunfaron un toreo serio, austero como el de Manolete y una literatura severamente tremendista, durante el desarrollismo de los años sesenta y las turistas en bikini, se abrió el abanico novelístico y en el mundo taurino la apoteosis llegó de manos de El Cordobés, un diestro divertido, inventor del ‘salto de la rana’ y capaz de encarnar a la perfección un modelo racial de ‘self-made man’ a mitad de camino entre el Lazarillo y Rockefeller. Ibérico puro.
En mi memoria el icono de la escasez lo encarna aquel Carpanta del TBO que se pasaba la vida soñando con un pollo al que nunca le hincó el diente. Y también los dibujos, tremendos, de Gila, de Ops y de Chumy Chúmez en ‘Hermano Lobo’. Sin embargo, la percepción del tiempo a veces resulta engañosa. La memoria es traicionera, porque en realidad muchos de aquellos dibujos son ya de los años setenta, en plena Transición a la democracia. Prácticamente de anteayer.
Volvamos al humor. Hay que reírse de uno mismo: es una de las claves que explican el éxito apoteósico de ‘Ocho apellidos vascos’, la película de Emilio Martínez Lázaro que había rebasado en su tercera semana en cartelera los 17 millones de recaudación. Un humor que explota (con perdón) los tópicos al límite y que retrata a vascos y andaluces con el desenfado de la ironía y de los lugares comunes más añejos… Es el retorno a la evasión pero además atreviéndose a las risas dentro de un antro tan aparentemente poco ‘risueño’ como es una herriko taberna. El regalo de ‘Ocho apellidos vascos’ es hacerle ver al espectador que también caben las bromas y los sentimientos humanos en un espacio que durante décadas hemos vinculado a la locura terrorista o radical. En ese sentido la película contribuye a ‘humanizar’ la figura de quienes han sido percibidos (de forma voluntaria o involuntaria) con caracteres distantes y alejados… Pero el espectador sabe desde el primer fotograma que no ha ido a ver una película ‘política’, sino una sencilla historia de humor y de amor; lo cual no quiere decir que sea una historia intrascendente, sino al contrario, acaso sea en estos momentos nada menos que la película más ‘trascendente’ de la cartelera. Y con risas.

Juan Domingo Fernández

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Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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