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Sobre las apariencias

VIVIMOS en un mundo de apariencias y de tópicos. De simplificaciones. No es nada nuevo. El hombre lo sabe desde antiguo, y en todas las sociedades se nos previene contra tales argucias. «Las apariencias engañan» o «No es oro todo lo que reluce», son enunciados comunes en cualquier país y tradición. Es más, la utilización de símbolos, de referencias, de ideas… que está en el origen mismo de la transición entre el simple homínido y el ‘homo sapiens’, no deja de ser otra forma de recurrir a las apariencias, de resumir el todo con la parte, la historia completa con una parábola. Seguramente quienes comenzaron a utilizarlas sabían que no es posible abarcar todos los aspectos del mensaje a transmitir sin apoyarse en la simplificación que supone cualquier parábola, esa especie de ‘archivo comprimido’ capaz de transmitir lo esencial, pero con la ventaja de que ocupa mucho menos tiempo y espacio.
Así que vale de poco lamentarse de tales circunstancias, pues el imperio de las apariencias y de los tópicos creo que es tan antiguo como la historia de la humanidad. Lo que sucede es que no en todos los momentos se ha recurrido a las apariencias con la misma intensidad. Y me refiero a las apariencias no en el plano personal o íntimo, sino en el colectivo y general.
Quienes asisten a la proyección de una película o quienes se adentran en la lectura de una novela, por ejemplo, saben de antemano que van a ser testigos de una serie de apariencias, de unas simulaciones y ‘representaciones’ cuyo parentesco con la realidad será siempre tangencial y limitado. Quienes reciben esos mensajes están aceptando deliberadamente (es decir, sin engaño previo) que presenciarán algo que no es exactamente real, sino una ficción, un fingimiento, una simulación. Sobre ese principio se ha edificado la industria del cine y la historia de la literatura, del arte y de la publicidad, entre otros.
Alguien que no recuerdo en este momento explicaba en una entrevista que para comprender la realidad que nos rodea el hombre necesitaría un cerebro del tamaño de un rascacielos. Yo creo que nadie puede aspirar a tanto. A lo que sí podemos aspirar todos es a que el universo de las apariencias se límite al espacio deliberado y consabido del cine, del arte y de la literatura.
El conjunto de la vida pública, sin embargo, está siendo colonizado por dosis de apariencia que nos transforman en personajes involuntarios de historias de ficción, sin correspondencia con la realidad. Es el universo de quienes confunden valor y precio, o de quienes no diferencian entre la realidad y su imagen reflejada a través de una pantalla de plasma o a través de cualquier otro soporte.
Para entender con claridad cómo las apariencias ocupan universos que no son únicamente los de la ficción, sino los de la vida real, basta con analizar las claves que sostienen algunos de los gobernantes políticos sobre el mundo de la macroeconomía, de las abstracciones, de las grandes cifras y lo que le cuenta a usted su vecino, el hombre de la calle. Y ármese de valor, porque en la taquilla solo quedan entradas para esas dos películas.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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