La gente ve lo que quiere ver. Y prefiere escuchar lo que sabe que sintoniza con sus ideas y su manera de pensar. Nos suele ocurrir a todos. Aunque a unos más que a otros. Es el origen de la fidelidad a una marca, a un estilo de vida, a una ideología, a una manera de comportarse en la sociedad… Lo saben quienes se ocupan de la propaganda política y también de la publicidad comercial. Quienes elaboran un discurso, un programa electoral o un programa de entretenimiento en la radio o en la televisión. Varían los medios y las circunstancias, pero el mecanismo, el principio teórico es el mismo: ofrecer aquello que el lector, el espectador o el ciudadano en general ‘quiere’ oír. Aquello que no le causa inquietud, desasosiego y que encaja a la perfección con sus gustos y certidumbres, igual que la pieza en el único hueco del puzle. La tendencia a reforzar nuestra escala de valores, nuestra concepción de la vida, nos empuja a escuchar determinadas emisoras de radio y televisión, a seguir a determinados columnistas, a preferir determinados mensajes políticos y a frecuentar los lugares en los que sabemos, de antemano, qué es lo que nos vamos a encontrar.
Todo eso está muy bien, digamos, si de lo que se trata es de mantener la pasión por un equipo de fútbol, pues la fidelidad emocional a una hinchada debería ser, por ley, la única protegida. Sin embargo, en todos los demás aspectos de la vida ese mecanismo funciona como un tope, como una válvula de cierre más que como un estímulo.
Los laboratorios de un país, las empresas de una nación, los departamentos de la universidad, los colectivos sociales… serían devorados por la inercia y carcomidos por la ruina si no contravinieran esa tendencia a recibir solo lo que nos gusta, sean ideas, proyectos, estilos de vida, compromisos políticos, aspiraciones sociales…
El ciudadano que acepta deliberadamente dejarse ‘intoxicar’ a través de una red social o que no se previene contra la demagogia y la manipulación no solo está tirando piedras sobre su tejado, cebando con una dieta monográfica su instinto gregario, sino que, al mismo tiempo, debilita al conjunto al que pertenece. Por eso son precisos los espíritus inquietos, inconformistas. El espíritu de quienes se cuestionan –como han hecho siempre los grandes hombres que mueven el mundo– lo que se da por sabido. Hay que potenciar la mirada crítica que antepone la verificación personal a la simple complacencia; que es capaz de desarrollar un espíritu alerta, racional, analítico, antes que dimitir de tal responsabilidad, obsesionado solo por zamparse un menú elegido y elaborado por otros. Esa actitud crítica es el motor del progreso y resulta imprescindible en todos los ámbitos de la vida, de manera especial en el de los sectores vinculados a la cosa pública, a la actividad política, al bien común. Es así en cualquier sociedad y en cualquier época.
Hay que potenciar la capacidad de análisis personal. Cada cual en su ámbito. Y rehusar las clavijas, las servidumbres que podrían convertirnos en simples terminales de un rebaño dirigido por control remoto. El desafío es incalculable. Nos jugamos el futuro.