En el imaginario colectivo, lo breve va ganando prestigio –con sus naturales excepciones–, pues no imagino a un eyaculador precoz proclamando: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno»… El peligro de la tendencia es que además de lo breve nos están colando de contrabando la banalidad, lo insulso; esas frivolidades que combinan tan graciosas con las muestras de ingenio frecuentes en las redes [de las barras de los bares] sociales, que no otra cosa es en realidad ese invento al que denominamos redes sociales…
Yo mismo he expresado en alguna otra ocasión mi simpatía por el prestigio de ‘lo breve’ cuando se trata de un concepto equiparable a valor literario, a inteligencia concentrada; es decir, cuando se utiliza como sinónimo de saber, que es el sentido que daban los clásicos a lo breve: «Sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo», nos prevenía Cervantes. O la recomendación de Horacio: «Sea cual sea el consejo que das, sé breve».
En literatura son bien conocidos los ejemplos de obras maestras cuyo tesoro es la brevedad. Desde los cuentos de Augusto Monterroso hasta los relatos de Ambrose Bierce. Desde las obras de Catulo y Marcial hasta las fábulas de Esopo y los escritos de Juan José Arreola y Gabriel Zaid. Pero lo que en literatura constituye una prueba de talento, en otras circunstancias de la vida no representa necesariamente lo mismo. ¿Qué talento anida en quien deja la brevedad reducida a exabrupto, a simple insulto? Y el insulto, ya se sabe, es una de las columnas que sostienen el antro moderno de la brevedad. ¿Qué puede esperarse de quienes renuncian a debatir sobre la base de argumentos bien desarrollados y con sincera voluntad de comprensión y entendimiento? Y cuando digo debatir no me refiero únicamente a los profesionales de la política, sino al común de los mortales, cada uno en su ámbito de actividades. ¿Qué valor se le supone a quien siempre se muestra remiso a la mínima empatía con quien tiene enfrente?
Mientras los científicos no descubran algún formidable procedimiento para aprender sin esfuerzo y sin tiempo… (y me temo que no caerá esa breva), aspirar a la sabiduría exigirá corrección en el proceso de aprendizaje y no hacerse trampas en el solitario. Quiero decir que aprender, que formarse –en el amplio sentido del término– exige razonar sin atajos y no vale dar por cumplido el itinerario cuando se han asimilado tan solo unos pocos chascarrillos para trampear y dar el pego. Lo advirtió mi admirado Laurence Sterne: «La ciencia se puede aprender de memoria, pero la sabiduría no».
La realidad es compleja, nadie lo duda. Y para interpretarla correctamente hacen falta esfuerzo, capacidad, altura de miras y un instrumental debidamente afinado… Y nada de sectarismo, claro, si se trata de analizar la realidad política o económica más próxima. Así que nada de eslóganes y chascarrillos. La brevedad, para los cuentos y las redes sociales… Hasta el economista inglés Alfred Marshall acude en nuestro auxilio: «Toda frase breve acerca de la economía es intrínsecamente falsa».