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Porras y banderas

Las banderas son el mejor indicador de la pasión con que se vive el Mundial de fútbol. O mejor: el número de banderas en los balcones y ventanas marca la temperatura emocional de los aficionados de un país. De ser ciertas esas dos premisas, en España estamos igual que los cazadores que no empuñan la escopeta con el ánimo alerta bien porque no saben por dónde les va a salir la pieza o porque dudan incluso de que en el cazadero haya caza.
Mientras hace cuatro años la abundancia de banderas en los balcones alimentó comentarios en la calle y en las redes sociales capaces de colmatar los archivos de Google, ahora, mi buen Yorick, puedes recorrer las aceras de la ciudad y solo te saldrán al paso una bandera aquí, otra allá y otra acullá, que decían los clásicos.
¿Quizás porque la selección española no empieza a jugar hasta esta noche? Poco entusiasmo en los prolegómenos. ¿Quizás por no estar convencidos de que una segunda victoria en la Copa del Mundo va más allá de nuestras posibilidades? Lo dudo. Yo creo que los españoles somos tan pudorosos cuando se trata de ‘blasonar’ por esos mundos de dios que nos atenaza el síndrome del gato escaldado y nos rebrincamos y nos blindamos con la coraza del pesimismo.
Antes prudentes que fanfarrones. Y solo si el balón está a punto de entrar en el segundo último se desatará la euforia y florecerán los profetas inversos, esos del «Ya te lo decía yo: este año ganamos la segunda estrella en Brasil».
La verdad es que en las calles de Cáceres he visto pocas banderas de España. Y eso que los de ahora son tiempos propicios para que los entusiastas de las banderas aireen sus enseñas con clara intención política; es decir, con voluntad ideológica y sentimental.
A mí nunca me han molestado las banderas –propias o ajenas– salvo que al ondear me impidan o me enturbien la visión. Me parece legítimo canalizar la empatía con quienes te rodean a través de un símbolo que representa a la parte mayoritaria de la sociedad; y que se recurra a dicha comunión sentimental en fiestas, celebraciones, espectáculos o circunstancias especiales.
No entiendo, sin embargo, a quien se muestra irrespetuoso con las banderas, bien por acción u omisión. Por lucirlas como un ‘patrimonio exclusivo’, propio, lo cual es una contradicción en sus términos, o por querer imponerlas como un ‘trágala’ inapelable.
A lo que estamos, en este Mundial observo pocas banderas españolas todavía. Pero confío en que las salpicaduras del color rojo y amarillo se harán visibles durante las próximas semanas en numerosos edificios: la señal de que los de Vicente del Bosque no han tenido que hacer las maletas y siguen en la lucha. Para entonces habrán vuelto a las barras de los bares y a las barras de las redes sociales los comentarios sobre el patriotismo de cartón piedra que suscita la afición al fútbol entre la gente de la vieja piel de toro. En el ruedo ibérico. Y por esta vez discrepo de Benedetti: «Patrias de nailon, no me gustan los himnos ni las banderas». Para los por si, lo anuncio con tiempo: He puesto en la porra del HOY que gana España.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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