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Sobre la piedad

Se nos advierte una y otra vez que vivimos en sociedades competitivas y que avanzamos de forma irremediable hacia modelos de convivencia en los que primará el individualismo feroz. Puede ser. Sin embargo, nadie es una isla y a este mundo únicamente se llega formando parte del eslabón de una cadena que se remonta a la noche de los tiempos, a nuestra aparición como especie. De ahí el poco aprecio que me suscitan los nacionalismos aldeanos y la visión alicorta de los dominados por el racismo étnico. ¿Qué mayor riqueza que el mestizaje de sangre y la ancestral sabiduría acumulada por pueblos y generaciones? Preferiría mil veces tener antepasados que hubieran emparentado con griegos, fenicios, celtas, iberos, vetones, romanos, judíos… que aborígenes aislados en un terruño donde hace unos cuantos siglos empezaron a bajarse de los árboles.  
Sin embargo, hoy no quiero hablar del pecado nacionalista ni de los modelos sociales que deshumanizan al hombre obligándole a unas condiciones de vida poco respetuosas con los valores esenciales. «El hombre es superior a las bestias no porque las pueda hacer sufrir, sino porque es capaz de compadecerlas», nos explica Schopenhauer. La capacidad de piedad nos diferencia de los animales no por el consabido «él no lo haría», lema de la campaña contra el abandono de perros, sino porque el hombre es capaz de apiadarse de los animales y de sus semejantes. De compasión racional, inteligente, no solo ‘instintiva’. Es cierto que suena a frase hecha, a lugar común el dicho: «vivimos en un mundo despiadado», pero hay que reconocer que expresa la realidad socioeconómica de un modelo que, cual pieza de caza, lleva plomo en las alas, el ave al que un disparo precipitará al suelo. Me parece que criticar lo ‘despiadado’ de nuestro mundo no es incurrir en una apreciación ideológica, acaso ni política. Es constatar la evidencia.
En esta nave de la globalización que es la vida, con la solidaridad encapsulada y sorteando la deriva hacia un individualismo feroz se torna urgente la piedad. Y no me refiero a esa piedad mansurrona del meapilismo de escaparate, sino a la piedad evangélica, la piedad de las bienaventuranzas y de quien de verdad se conduele y empatiza con los que padecen y necesitan ayuda.
Igual que hay empresas que establecen controles de calidad para sus productos, las sociedades deberían fijar criterios verificables para establecer el nivel de piedad –no de caridad o de limosnas económicas– que registra la existencia de sus ciudadanos. Una especie de ITV moral vinculada no solo a la justicia, sino a la política, a la economía, a lo cotidiano… La piedad es más fuerte que el perdón y que el odio, y más enriquecedora que el olvido. Una sociedad que no ha borrado de su memoria colectiva el sentimiento y el valor de la piedad es una sociedad con futuro. Pero una piedad que no se utilice mercantilmente o de moneda de cambio. Una piedad que no conduzca, mirando alrededor, a lo que temía/presentía Joubert hace 200 años: «Unos quieren lo que es injusto; otros, lo que es imposible».
Y no señalo a nadie.

Juan Domingo Fernández

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Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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