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El túnel del tiempo

La vida sin recuerdos sería inconcebible. Literalmente una página en blanco, un álbum de fotos vacío. La filosofía, la literatura, las artes en general son un buen remedio contra el discurrir implacable del tiempo. En la historia, la popularización de la fotografía representa un instrumento extraordinario para que la memoria familiar –siempre la más cercana y la más íntima– se convierta en patrimonio sentimental de altísimo valor. De manera especial en nuestra época, inmersos en la sociedad de la imagen y donde en cualquier hogar se multiplican las fotografías, los vídeos y otros archivos analógicos y digitales. Ahí quería llegar yo.
Los expertos nos previenen sobre la fragilidad de los soportes utilizados para almacenar fotos, documentos, música, vídeos… Recuerdos. Un reportaje publicado en estas mismas páginas nos avisa del riesgo: grabar imágenes y textos en cedés o discos duros no los convierte en eternos. Ni siquiera guardarlos en la nube. ¿Quién no olvidó algún ‘archivo’ en sistemas o soportes ya obsoletos? Ante los avances en almacenamiento y grabación, el consejo de los expertos es clarísimo: hacer cuantas más copias mejor y en cada nuevo sistema que vaya surgiendo.
Hasta ahí los retos técnicos. Pero a mí me inquieta sobre todo el fondo del asunto. Creo que convivimos con tal cantidad de imágenes que el hombre de nuestra época puede prescindir de bastantes de ellas porque son en esencia intrascendentes, pura banalidad. Lo más probable no es que puedas prescindir de ellas sino que debes hacerlo para impedir que colapse tu capacidad de absorción. ¿Quién no limpia cada equis tiempo las incontables chorradas que recibe por wasaps, los correos basura que colmatarían tu cuenta o las tarjetas de la cámara fotográfica? No me refiero a todos los archivos analógicos o digitales. A mí las imágenes y testimonios que de verdad me preocupa que se pierdan en el tiempo «como lágrimas en la lluvia» son las fotos o los vídeos que cuentan el paraíso de la infancia, los juegos de la niñez, las peripecias de la juventud, las pasiones y desvelos y alegrías de la vida; de esa cadena que es el día a día y que todos de una manera o de otra resumimos en las colecciones de imágenes y documentos que pueblan los álbumes. Imágenes palpables, físicas, que poseen ahora la misma consistencia que el souvenir de aquel viaje inolvidable o del cuaderno donde escribiste aquella extensa y definitiva declaración de amor. Son los recuerdos que temería perder, los que me dolería que se desvanecieran.
Si lo que no se dice no existe, tampoco si desaparece la música callada de las imágenes. La memoria es muy tramposa. Yo creo que a veces tiene que ser reprendida por la veracidad de la imagen. Nada mejor que un viejo álbum de fotos para devolvernos la precisión de la verdad, aunque sea una verdad inmóvil, como la del insecto apresado en una gota de ámbar de hace millones de años. Dice el alemán Richter que los recuerdos son el único paraíso del que no podemos ser expulsados. Cuidemos el álbum de fotos. No dejemos que nos tergiversen los recuerdos ni que nos expropien la memoria.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


marzo 2015
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