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Descrédito de la vejez

Me escribe un buen lector de HOY alarmado por lo que podría titularse el descrédito de la vejez. «Tengo ya una edad elevada. Paso de los 70 y estoy bien a Dios gracias dentro de un orden. El paso de los años, sus alegrías y fracasos han sido amables hasta ahora. No excesivamente dramáticos. Me lamento a diario de la invisibilidad de las personas mayores, o si se quiere de los ancianos. No en el sentido de herir sus sentimientos por ser olvidados, despreciados o ignorados. Que también. Me refiero a la invisibilidad física. No nos ven, aunque estemos a pocos centímetros. Le podría poner múltiples ejemplos comprobado casi a diario. Es sorprendente. Incluido gentes próximas. Es un gesto instintivo ante un desecho social y humano. Creo. Sin embargo a mí no me disgusta, casi lo agradezco, por razones de una vida pasada muy activa».
Este buen lector –con una brillante y fecunda carrera profesional detrás– se lamenta también de la «sistemática y subliminal campaña de la DGT desde hace unos meses», según la cual habría que colegir que «los ancianos circulan mal, son causas de accidentes y uno de cada 4 muertos es un ‘viejo’». En su carta, el escándalo se incrementa ante el testimonio de un joven al que acercan el micrófono en una entrevista televisiva en plena calle: A los 65 hay que retirarles el carnet, son un obstáculo, van lentos. Hay que revisarlos cada año. Que hagan un cursillo. Mi amigo lector considera tales opiniones juicios «hirientes», sin mucho sentido. Descalificaciones tajantes que suscitarían, si se aplicaran, graves problemas familiares y contribuirían en cualquier caso al aislamiento social del anciano.
Decía Rousseau que la juventud es el momento de estudiar la sabiduría; la vejez, el de practicarla. Sin embargo, vamos camino de convertir a los ancianos –a los viejos, como prefieren llamarse muchos de ellos, obviando eufemismos– en piezas de usar y tirar. No es que yo defienda la gerontocracia para una sociedad moderna, dinámica, pero tampoco podemos desembocar en la sociedad que Jack London describe en su cuento ‘Ley de vida’, donde el viejo esquimal Koskoosh, casi ciego aunque con buen oído aún, sabe que constituye una carga para el resto de la tribu y que le van a abandonar junto a una pequeña hoguera porque es «la ley de la vida». Koskoosh se consuela al ver que su hijo, que ahora es el jefe de la tribu, se ha parado a despedirse de él, cosa que otros no hicieron con los suyos cuando él era joven. Y en el trance se consuela recordando tiempos mejores antes de que el frío polar le entumezcan los pies y las manos y antes también de que le cerquen los lobos… Koskoosh se repite una y otra vez la misma frase: «es la ley de la vida». Un hombre desvalido que acepta su destino pero que tiembla y se permite la debilidad de abrirle un resquicio a la esperanza: («¿Y si vuelven a por mí?»). Es tan humano. Y tan inhumano. Habrá quien piense que historias como esa de Jack London solo ocurren en la literatura o en sociedades de costumbres muy alejadas de nosotros. Yo también lo creía, pero la carta de mi amigo lector me ha hecho dudar. Seriamente.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


marzo 2015
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