Supongo que más pronto que tarde se difundirán múltiples hipótesis acerca de las causas que condujeron al trágico suceso del vuelo 4U9525 de Germanwings, en el que han perdido la vida 150 personas en los Alpes franceses. Resulta inevitable. Por encima de los detalles técnicos, ahora la niebla impenetrable para la razón es el factor humano. El terrible desamparo de las víctimas en su impotencia y también –si es que la hubo– la determinación de quien, por la sinrazón que sea, se erigió en causa directa de la tragedia. Según las informaciones periodísticas, el fiscal del caso atribuyó ayer a un acto deliberado del copiloto la decisión de estrellar el avión.
A cualquiera lo primero que nos conmueve, con lo primero que empatizamos es con el dolor de los familiares de las víctimas. Para ellos probablemente hubiera sido más llevadera la hipótesis del fallo técnico. Una causa que se atenúa o se diluye cuando está emparentada con el azar y las frías estadísticas. Pero no. Las informaciones no hablan de un imprevisto técnico, de un fallo o de un error profesional. Hablan del factor humano.
Los avances y costumbres de la vida moderna nos han ido familiarizando con las adversidades atribuibles a factores mecánicos, de tal modo que nos parecen ‘asumibles’ por ejemplo los accidentes en medios de transportes, en actividades laborales, cuando se han respetado con anterioridad las normas y se han efectuado las revisiones e inspecciones correspondientes. Desplazarse, decimos, implica un riesgo y no podemos renunciar. Ahí está el caso tan ilustrativo de quien camina sin preocupación alguna por la acera y cae un trozo del tejado y le mata.
Nos resulta corriente que se revisen todo tipo de máquinas y robots. Pero qué difícil debe de ser encontrar consuelo para la ausencia de un ser querido que no encuentra la muerte debido a factores técnicos sino al factor humano. Cuánta incertidumbre, además, introduce esa variante a partir de ahora. Cuánto miedo, cuánto desasosiego.
Quien va a una guerra sabe qué riesgos potenciales tiene que afrontar. Y quien pretende escalar el Everest, lo mismo. Sin embargo, quien toma un avión lo hace con la tranquilidad de saber que fue minuciosamente revisado y que el nivel de riesgos, si puede decirse así, es más que tolerable. Nadie piensa que el fallo y la amenaza se agazapan a traición en el factor humano.
¿Qué va a ocurrir a partir de ahora? Pues hasta que la normalidad ‘fagocite’ esta anomalía, las compañías aéreas tendrán que redoblar sus esfuerzos para que quienes nos vemos obligados a tomar aviones accedamos a ellos convencidos de que aparte de redoblar las ITV de los aparatos también han redoblado las ITV psicológicas de los pilotos y de la tripulación. Sortear la fatalidad exigirá nuevos esfuerzos, controles para incrementar la seguridad y ganarle terreno al azar y al nubarrón de las estadísticas fatales.
Ahora solo cabe unirse al dolor de quienes han perdido a sus seres queridos. Compadecerse de esas familias y amigos a los que tardará en borrárseles de la cabeza la imagen de un avión que no llegó a su destino.