En la aldea global lo que no se ve no existe. De ahí la fuerza de las imágenes y su extraordinario potencial para causar pavor. Mientras Auschwitz o Treblinka fueron nombres desconocidos para el mundo civilizado, la existencia de campos de exterminio no pasaba del puro rumor, de la ‘consabida’ propaganda de los conflictos bélicos. La llegada de las tropas aliadas y sobre todo la divulgación de testimonios e imágenes sobre la brutalidad nazi fue lo que permitió conocer, precisamente, la dimensión de la tragedia.
En realidad, la técnica es nueva pero el procedimiento siempre ha sido el mismo. Ahora se recurre a fotografías o a documentales y vídeos, pero la iconografía bélica de los últimos milenios incluye saqueos, violaciones, cabezas decapitadas expuestas en picas, rollos de ajusticiamiento, matanzas colectivas… Basta repasar los frisos, bajorrelieves, esculturas o pinturas de los principales imperios o ejércitos del mundo.
Volvemos la vista atrás y ahí están, prácticamente anteayer, ‘Los desastres de la guerra’ de Goya o la potentísima imagen del Guernica, con el que Picasso resumió la tragedia de los primeros bombardeos sobre una población civil. El horror es contumaz. ¿Quién le iba a decir a la civilizada Europa que apenas medio siglo después de los bombardeos masivos de la II Guerra Mundial se iban a revivir exterminios como los de Srebrenica o Sarajevo? En todos ellos el factor esencial fue la persistencia de la imagen. El símbolo del horror, como siempre.
La imagen de Kim Phuc, «la niña del napalm», huyendo desnuda en Vietnam o la de aquel niño que levanta los brazos en el gueto de Varsovia o la pequeña que en 1939 cruza la frontera española camino de Francia con una sola pierna, apoyada en una muleta y de la mano de un adulto aterida de frío pertenecen a la misma estirpe que otras fotos conmovedoras y más recientes. Por ejemplo la del pequeño Mohamed Al Durrah en una de las intifadas de Gaza o la desgarradora fotografía de Manu Brabo en la que un padre sirio en cuclillas sostiene el cadáver de su hijo descalzo y ensangrentado. Dolor en estado puro.
En la aldea global lo que no se ve no existe. Y lo que se ve, si es habitual y previsible, deviene en intrascendente. ¿Hay guerras en otros países? Entonces dicen: «No se les ocurra darnos la comida con imágenes o noticias desagradables, de mal gusto, morbosas; noticias que hieren nuestra sensibilidad».
Sucede que sin imágenes como la del niño Aylan muerto en la orilla del mar, nuestro confortable discurrir ni se inmuta. La foto de ese niño al que la muerte ha lanzado a las portadas de los diarios e informativos de medio mundo revela la dimensión de la tragedia. Otro redoble de campanas. Y lo relevante no es cómo se publicita. La foto en sí, aunque parezca paradójico, es una anécdota, la consecuencia de un drama, pero lo importante no son los efectos sino las causas. El efecto se anestesia con lágrimas y emotividad. Las causas, la crisis de los refugiados, exige soluciones. Compromisos que van más allá del momentáneo malestar ante la imagen del horror. Del puro horror.