En Extremadura no nos sabemos vender. ¿Alguien se imagina qué habrían hecho en Cataluña, por ejemplo, si en vez de conmemorar desde hace trescientos años la melancolía de una derrota pudieran celebrar desde hace cinco siglos el regalo de haber conquistado casi medio continente para la nación? ¿Alguien se imagina qué sería de Cáceres, o de Badajoz o de Mérida y de Jerez de los Caballeros y Trujillo con su patrimonio si en vez de estar enclavados donde están el azar les hubiera situado en otras tierras? Piénsalo, mi buen Yorick, aunque solo sea un minuto.
Aborrezco el sentimiento nacionalista, –me parece como decía el doctor Johnson «el último refugio de los bribones»– pero confieso que siento envidia de esas gentes que aman, conocen y quieren lo suyo con generosidad y sin sectarismo. Que aman lo suyo con coherencia, porque es suyo, por pertenecer a su historia, no por aliento fanático o interés excluyente.
En esta época de turismo mundial y cultura globalizada, la historia no se reduce a cuatro monumentos y unos cuantos paisajes de postal. He comprobado con mis propios ojos cómo los ingleses, por ejemplo, defienden su imagen de marca con la National Gallery los cambios de guardia en el Palacio de Buckingham pero también con las recreaciones de la casa de Sherlock Holmes o las visitas a The Cavern, donde los primeros conciertos de los Beatles. En Oxford he visto verdaderas peregrinaciones de admiradores extasiados ante la Biblioteca Bodleiana o el Christ Church College, recordando escenas de Harry Potter. O a lectores de ‘Alicia en el País de las Maravillas’ y de ‘El señor de los anillos’ rastreando las huellas de sus autores por tabernas y ‘colleges’.
Nunca olvidaré que en México me llevaron a Coyoacán a visitar el café-librería ‘El Parnaso’, tan frecuentado por García Márquez, Bolaño y otros artistas. Pienso en España y lo primero que se me viene a la cabeza es la casa de Vicente Aleixandre, en Velintonia, 3, a punto de dejárnosla caer…
Nuestra historia no son únicamente piedras. En Cáceres, por ejemplo, no queda recuerdo público alguno del paso de un genio como Rostropovich. Ni de Premios Nobel como Cela o Saramago. O de Claudio Rodríguez y José Ángel Valente, por citar casi al azar a dos de los más imperecederos poetas del siglo XX. Hasta una placa recuerda el paso del general Franco por la ciudad, pero ninguna, que yo sepa, celebra la estancia de Sorolla en Plasencia o la de Antonio López en Yuste… Por no recordar, hasta se nos ‘olvida’ el paso de Cervantes por Guadalupe (tan nebuloso, como revela el libro de Javier Rodríguez Marcos ‘Los trabajos del viajero’).
Mientras en Berlín ‘venden’ al turista y al visitante rutas y ‘souvenirs’ por los restos del muro, la Isla de los Museos (incluida la antigua vivienda de la señora Merkel) no se olvidan de montar un pequeño museo con las actuaciones del grupo Ramones o de enseñar la ventana del hotel desde la que Michael Jackson amagó con lanzar a uno de sus hijos. ¿Y qué fue de Dire Straits o Ridley Scott en Cáceres? ¿O de Camarón y Joe Cocker en Mérida? ¡Ah, si fuéramos catalanes!