Los aniversarios y efemérides son habituales en los medios de comunicación. Jalonan las páginas de la prensa con temas más o menos relevantes que se convierten en generales cuando brillan las cifras redondas de los aniversarios: hoy hace diez, veinte, treinta… años que sucedió tal cosa o tal otra. Mañana por ejemplo, 20 de noviembre, hará cuarenta años que murió Franco. Y hoy jueves se cumplen 14 años del asesinato de cuatro periodistas occidentales, entre ellos el español Julio Fuentes, de ‘El Mundo’, cerca de Kabul. También hoy, jueves, hace 25 años la OTAN y el Pacto de Varsovia firmaron la declaración que ponía fin a la ‘Guerra Fría’. Y el 19 de noviembre de 1933, es decir, hace hoy 82 años, la República celebró las primeras elecciones generales en que las mujeres pudieron ejercer en España su derecho al voto…
No obstante, creo que mi lista personal de aniversarios y efemérides memorables no tiene que ver tanto con estos ‘acontecimientos relevantes’ que reseñan los periódicos sino con otros de ámbito más íntimo que perfilan –como supongo que les ocurre a todas las personas– la propia educación sentimental.
Así que en mi memoria habita el recuerdo, claro que sí, de la muerte de Franco, pero relucen con más fuerza otras teselas del mosaico: la primera vez que vi surcar el aire a un trapecista en el circo; aquel verano en que curamos con yodo el ala de una tórtola herida; mis primeros deslumbramientos ante los dibujos de Antonio López; los grabados de José Hernández, la pintura de Equipo Crónica y Lichtenstein o los primeros cuadros de Vermeer en el Museo del Prado. El día que visité la casa de José Bergamín y observé sobre su mesa de trabajo una reproducción del cuadro ‘La familia de Carlos IV’ de Goya; la mañana en que hablé con el mexicano Juan Rulfo sobre la novela que ya no iba a escribir…
Aniversarios esenciales como el de la lectura en el café La Universitaria del cuaderno donde escribiste aquella larga y temblorosa declaración de amor. Y luego, las fechas luminosas del nacimiento de tus hijos; y las conversaciones con Claudio Rodríguez o con José Ángel Valente. Recuerdos de infancia y juventud: el rodaje en Trujillo de ‘El tulipán negro’ o las capeas en su Plaza Mayor. Y las horas y horas habitando películas como ‘El mensajero’, de J. Losey o ‘Barry Lyndon’, de Kubrick.
El aniversario de mi primer viaje a París y el descubrimiento de las obras de Borges y de Bioy Casares. Y antes la desolación de ‘Un día en la vida de Ivan Denisovich’, de Alexander Solzhenitsyn y las obras de Delibes y de Cela y de Gabriel García Márquez. El capítulo VIII de ‘Paradiso’, de Lezama Lima, que compré en la Librería Cervantes de Salamanca un año antes de que muriera Franco, precisamente, y ‘La ciudad y los perros’, de Mario Vargas Llosa. Y los aniversarios de otras lecturas que pueblan también mi parnaso sentimental: ‘La saga / fuga de J.B.’, de Torrente Ballester; ‘Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy’ y ‘Viaje sentimental por Francia e Italia’, del genial Laurence Sterne. La historia, también aquí, podría ser interminable.