Ser realista equivale a ser precavido. La sabiduría popular lo formula con una paradoja que parece un retruécano: «El pesimista es un optimista informado». No hace falta recurrir a ningún gurú de la autoayuda para ser consciente de que en las batallas de la vida tan recomendables son las dosis de precaución como de arrojo. El año pasado, cuando se conmemoraron los cien años del inicio de la Primera Guerra Mundial muchos de los reportajes y artículos subrayaban la alegre despreocupación, la inconsciente insensatez con que los jóvenes europeos festejaban la oportunidad de batallar. Marchaban alegres y entusiastas como si se tratara únicamente de una excursión triunfal a los Campos Elíseos… No sospechaban que a la vuelta del camino les esperaba el horror de las trincheras, las mutilaciones, el gas mostaza, la barbarie, las alambradas, la crueldad, la desolación y la muerte. A ellos les dominaba antes de partir el mismo entusiasmo que a los agricultores el primer día del Diluvio Universal: «¡Qué buena cosecha vamos a tener este año!».
Sin embargo, no hay conflicto que se disuelva simplemente por el recurso a las invocaciones ni sociedad que sobreviva a una amenaza grave metiéndose bajo la cama para no escuchar los truenos. En cualquier situación es preciso conocer el tamaño del atacante y la condición del enemigo. O del adversario, que a veces son términos sinónimos. En esta época inquietante que vive Europa y en general los países de tradición y cultura occidentales se están registrando fenómenos que enfrentan a los gobiernos y a la ciudadanía con realidades que no cabe ignorar ni a las que nadie se puede sustraer. Época en que es preciso ‘mancharse las manos’ y tener claro la dimensión del compromiso.
Bastantes de los conflictos que ensombrecen el futuro son de escala internacional –la globalización ha dejado de ser un mero concepto– pero tampoco faltan los de ámbito doméstico. Y aunque se trate de desafíos no equiparables en su gravedad y trascendencia, probablemente sí comparten similitudes en cuanto a las estrategias y el espíritu con que deben afrontarse.
Porque en las guerras pueden variar las armas, los métodos de ataque, los planes de resistencia…, pero nunca dejarán de ser, en cuanto a productos de la condición humana, idénticas en lo esencial.
A pesar de que en un tratado tan sabio y tan antiguo como ‘El arte de la guerra’ se diga que «La mejor victoria es vencer sin combatir», la experiencia demuestra que no es posible permanecer en todo momento de perfil ni confiar en que el paso del tiempo se convierta en el principal aliado cuando no en el único ejército. La experiencia prueba asimismo que cuando no se afrontan los conflictos el resultado no es que se evaporan sino que se pudren. Por mi parte, confieso que me gusta mucho el tratado del general chino Sun Tzu y estos días le doy vueltas a una de sus más populares sentencias: «Cualquiera que tenga forma puede ser definido, y cualquiera que pueda ser definido puede ser vencido». ¿Lo sabrán nuestros dirigentes de España y de Europa?