En español hay palabras con tal variedad de acepciones y matices que constituyen en sí mismas un tesoro del idioma. Una de las palabras por las que siento debilidad es «resolver», que según el DRAE posee 9 acepciones, entre ellas: «Solucionar un problema, una duda, una dificultad o algo que los entraña», «Decidir algo o formar la idea o el propósito firme de hacerlo», «Determinar el resultado de algo»… Sin embargo, otra de las acepciones que me parecen más sorprendentes es la utilizada con frecuencia en Cuba, donde «resolver» equivale a una suerte de eufemismo para indicar que se compró algo de contrabando o en el mercado negro. «Resolví un ventilador, ya no necesitamos aire en la casa», o «he resuelto un carro» o «ayer resolví una libra de carne de res».
El valor polisémico del verbo en Cuba hace que sirva igual para las 9 acepciones que recoge el DRAE que para todas aquellas que indican actividades diversas como mercadear sexualmente con extranjeros, malversar o conseguir una ganancia superior al salario establecido… Un apaño.
Al margen de consideraciones morales y políticas –hoy no toca–, creo que es admirable la capacidad demostrada por los cubanos para ‘resolver’ los durísimos retos de su historia reciente. Incluso bordeando, claro está, la sempiterna frontera entre lo lícito y lo legal. Pero insisto, yo no quiero hablar hoy de Cuba y de los cubanos sino del valor que el genio del idioma otorga (y sin lenguaje no hay pensamiento) a ciertas palabras que son verbos y a la vez símbolos. «Resolver» es una de ellas.
No sé quién advirtió hace tiempo que la mayoría de las personas gastan más tiempo y esfuerzo en hablar de los problemas que en afrontarlos. En la definición me parece que caben muchos españoles. De antes y de nuestros días. En el catálogo de nuestros méritos destaca el ingenio, el talento, la valentía, la generosidad…, pero creo que no la rapidez. Somos capaces de extraviarnos en circunloquios, idas y venidas, vueltas y revueltas antes de ‘resolver’ de forma definitiva lo que nos ocupa. Los ingleses dicen que los españoles somos los únicos europeos capaces de perder media hora cediéndonos el paso delante de una puerta pero salimos del servicio de caballeros abrochándonos la bragueta. Amantes de lo circunstancial antes que de lo seguro, devotos de lo accesorio por encima de lo esencial, a veces se nos pasan los días literalmente mareando la perdiz.
Desde luego que estoy pensando en la situación de España tras el 20D. «Y lo que te rondaré, morena», que es otra expresión coloquial en castellano que define a la perfección la certidumbre de que somos viejos merodeadores de problemas.
Antes que a la impaciencia, en cualquier caso, debemos temer al aburrimiento. Nuestros dirigentes políticos harán bien en guardarse «de los idus de marzo» y también de aquella «cólera del español sentado» de la que habló Lope de Vega. De la gente de los bares y de la calle, que diríamos ahora. Deben hacerlo sin mirarse de reojo porque hay para todos, y como dijo Marx: «A cada uno según su necesidad, de cada uno según su capacidad».