AQUELLO que repetían los viejos manuales periodísticos de que las buenas noticias no son noticia es un tópico con cierta parte de verdad. La realidad más triste es la más real. Basta con mirar a Bruselas, igual que ayer a París. Lo más real es lo que más nos emociona, lo que nos conmueve de manera más profunda. Lo saben de sobra los escritores y todos aquellos convencidos de que resulta más fructífera la tristeza a la hora de crear que la alegría. A lo largo de la historia ha generado bastante más literatura el desengaño que la felicidad.
Cuenta Béatrice Didier en un ensayo acerca de la escritura de diarios personales que el propio Stendhal anota en un momento: «He dejado de escribir los recuerdos tiernos, me he dado cuenta de que eso los estropeaba». Pero enseguida puntualiza Didier: «Es un arrebato de mal humor de un chico joven, una decisión que no pondrá en práctica». Bien pensado, esa reacción podría sustentar y dar nombre a «otro síndrome Stendhal» pero a la inversa: el de aquellos profesionales obligados a registrar en los medios de comunicación los actos atroces y despiadados de una realidad como la que dibuja en el horizonte el terrorismo yihadista y radical.
Supongo que a muchos periodistas les gustaría en estos tiempos de tragedias humanas plantearse como el joven Stendhal la decisión de obviar aquello que no le resulta conveniente para su relato. Aunque (como en su caso) la decisión solo puede quedarse en el territorio de los deseos inconsistentes. Nadie puede mirar para otro lado, aunque quisiera. Ahí radica precisamente la grandeza y la miseria de este oficio, el periodismo. El foco no puede centrarse solo en los recuerdos tiernos ni en los otros. Porque la vida sigue, no se detiene. Y es buena gana barajar desde la prensa, desde los medios de comunicación en general, la pervivencia de una visión ‘tierna’ o ‘feroz’ de la vida. No es distanciamiento cínico ni insensibilidad. La realidad es la que es y a los periodistas les corresponde contarla de la manera más veraz, comprensible y completa. De lo que ocurra en días sucesivos ya nos avisó Cervantes: «No hay recuerdo que el tiempo no borre ni pena que la muerte no acabe».
Ahora es el dolor, la desazón, quien impera. Pero quizás quepa más espacio para el optimismo. Un artículo de Teresa Amor y Luis Serrano en el digital ‘Bez’ sostiene que la violencia de los yihadistas cada vez obtendrá «menos atención mediática» y citan entre otras razones para justificar ese hecho la saturación de información que proporcionan las redes sociales y su consumo atropellado, sin tiempo de analizar y profundizar en sus causas. La velocidad con que se consume la información a través de las redes opera en un doble sentido respecto al hecho terrorista: por un lado contribuye a su divulgación masiva pero por otro lo convierte en ‘rutina’. Y ahora es cuando yo me pregunto: ¿Habrá quien prefiera incluso obviar la ‘guerra terrorista’?