La última novela de Tomás Martín Tamayo, ‘El secreto del agua’, narra varias historias que arrancan en la Extremadura de posguerra y en el pueblecito Pajar de los Encinares, inundado por una presa que los terratenientes impusieron en el lugar que beneficiaba a sus intereses por encima de las protestas y la voluntad de los vecinos.
Centrada en la figura de un maestro de escuela que capitanea la oposición y que muere en extrañas circunstancias, ‘El secreto del agua’ recrea la vida de aquella Extremadura rural dominada por ribetes de pobreza y la densa sombra del autoritarismo y la posguerra.
Treinta años después, el hijo de aquel maestro –convertido en presidente de una de las grandes multinacionales del mundo del petróleo– decide aclarar la trágica desaparición de su padre y ajustar cuentas con el pasado…
No voy a desvelar la historia (eso que ahora se denomina con el anglicismo hacer ‘spoiler’), entre otras cosas porque más allá del entramado argumental en la novela de Martín Tamayo me parece que destaca el valor de una prosa eficaz y la mirada de quien pergeña personajes (especialmente cuando se trata de tipos populares) tal vez muy característicos de aquella Extremadura rural.
Aunque la historia avanza en varios planos narrativos y múltiples escenarios, confieso que para mí la aportación más sobresaliente y una de las claves argumentales es la descripción pormenorizada de cómo puede manipularse la opinión pública y cuáles son algunos de los mecanismos consustanciales a la corrupción. A la corrupción como estrategia, como procedimiento, en cualquier nivel. La mirada novelística de Tomás Martín Tamayo en esta materia no resulta cínica, si acaso descreída y seguramente propia de quien ha conocido las amarguras del desengaño en la política y en la condición humana.
En determinado momento un personaje, experto internacional en comunicación y asesor del protagonista, explica que la publicidad y la propaganda se basan muchas veces en la compasión, en la indignación, en el miedo…
Alguien le contesta:
–«La política tiene poco que ver con todo esto…».
Y él responde:
–«Es igual. La política, la presa, Miterrand, la Coca-Cola o una compañía aérea, son productos que hay que vender y para nosotros las diferencias son meras sutilezas. Igual que se convence a la gente de que no es buena la sacarina, se la puede convencer de que no es buena la presa. El mercado compra lo que está en el mercado, y si en el mercado vendemos indignación, la gente compra indignación. Lo haremos escalonadamente, de menos a más y administrando los tiempos. Es un plan que no ha fallado en ningún sitio. El miedo se vende muy bien».
Quevedesco a ratos, Tomás Martín Tamayo maneja en ‘El secreto del agua’ la pincelada elocuente, enérgica, realista… Extremadura es aquí el escenario originario, pero el plano narrativo de fondo es universal y además está diseñado por alguien que conoce bien la condición humana y el revés de la trama donde el hombre –desde la noche de los tiempos– aviva sus pasiones.