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De espías y espiados

Las noticias diarias sobre ciberespionaje y pirateo masivo de teléfonos, ordenadores e incluso el del televisor de la sala de estar me resultan inquietantes no por la vertiente tecnológica sino por el lado moral.
La famosa humorada de Woody Allen: «En el examen final de metafísica hice trampa y copié. Miré dentro del alma del chico que estaba sentado a mi lado», ha dejado de ser un chiste de ciencia ficción para convertirse en una hipótesis más que verosímil en manos de quienes se dedican a la ‘minería de datos’ y conocen mejor que usted cuáles son sus gustos más íntimos, sus hábitos culinarios, musicales, artísticos o higiénicos. Cualquiera de ellos si se lo propone puede escudriñar los itinerarios que recorre a diario, el contenido de sus mensajes, la intensidad y el carácter de sus pasiones; los destinatarios favoritos de sus fotos, de sus vídeos y de sus bromas más íntimas. Lo que consume en electricidad, en gas, en agua; las ocasiones en que ha acudido al cine, al gimnasio, al restaurante…
Antes, en materia de espionaje, las cosas eran mucho más sencillas: el mundo se dividía entre ‘buenos’ y ‘malos’, en bloques separados por aquel telón de acero en uno de cuyos lados habitaba la libertad (con todas sus limitaciones) y en el otro la dictadura (con todas sus servidumbres). El paradigma de aquel mundo quizás fuese la novela ‘El espía que surgió del frío’, de John le Carré. Un territorio con reglas que no se sobrepasaban y donde el trasfondo era esencialmente moral, no solo ideológico o político. Al margen de los instrumentos, de las herramientas, de la técnica, a los luchadores de aquellas batallas les animaba un espíritu ético –el que fuera– no el simple afán comercial, el desvelo venal del puro negocio.
Digamos que frente a los modelos antiguos de espionaje, con el barniz romántico y hasta ‘heroico’ de sus agentes, ahora estamos sometidos a la explotación masiva e industrial de los datos y las comunicaciones personales. El buen Yorick se dirá para sí ¿y bueno, a mí que me importa, si no tengo nada que ocultar? Esa es tal vez la primera trampa en que caemos. Porque sí que importa: ‘regalando’ todos esos datos contribuimos a que nos induzcan –sin ser conscientes de ello– pautas de consumo y modelos de comportamiento en los ámbitos relevantes de la existencia: la economía, la cultura, la política, la religión, la ciencia, el deporte, el urbanismo… Digamos que así acabamos sirviendo todos de modelo, de materia y finalmente de consumidores en el círculo perfecto surgido y multiplicado exponencialmente por las nuevas tecnologías. La voracidad a la que nadie puede sustraerse.
Cuando el mundo estaba dividido en bloques y no existían los populismos, los espías sabían para quiénes trabajaban. Las nuevas tecnologías nos abocan sin embargo a otra perversión paradójica de la modernidad: todos somos espiados y, aun sin quererlo, todos somos espías. Encima, la complejidad técnica y el carácter pasivo del ciberespionaje nos impide saber si estamos en el bando de los ‘buenos’ o de los ‘malos’. Solo números para consumo.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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