ANTES que una imagen, una foto es un recuerdo: el del instante único detenido en el tiempo. Pero como sostiene el adagio popular, los mejores recuerdos no están en las fotos, están en nuestro corazón. Cualquiera que haya revisitado con más o menos frecuencia los álbumes de las viejas fotos descubre enseguida que las emociones adictivas, la adrenalina sentimental las generan antes que las fotos en sí, la estirpe de pequeños detalles que se despliegan ante nuestra memoria al contemplar las imágenes: la mañana en la playa, el primer viaje a Lisboa, la fiesta de cumpleaños…
Una de las aportaciones indiscutibles del progreso ha sido la popularización de la fotografía. Desde el pasado siglo, cuando empezaron a ser habituales los daguerrotipos y los retratos de los antepasados decorando las estancias principales de las viviendas hasta las coloristas fotos de bodas, primeras comuniones y retratos de graduación que han ido allanando el camino para los álbumes de familia, la videoteca y ahora los archivos digitales en ordenador, tabletas y móviles.
Antes de llegar a esta apoteosis icónica que caracteriza nuestro día a día, la sociedad transitó por etapas menos voraces a la hora de producir y ‘consumir’ imágenes, aunque me parece que plasmar símbolos, recoger instantes, ‘detener’ el tiempo ha sido sin embargo una necesidad consustancial al hombre. Y no me refiero a la existencia de grabados, dibujos, estampas, pinturas, bajorrelieves… que desde la noche de los tiempos en la cueva de Maltravieso hasta la ultimísima cámara digital dan cuenta de nuestro paso como especie por estos andurriales.
«El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve», escribió Machado. Del mismo modo, parafraseando el argumento, puede concluirse que cuando observamos una foto su valor no lo determina el hecho de que se trate de una imagen en abstracto sino el hecho de ser testimonio de una realidad cargada de sentido, de emociones, de sugerencias; un mensaje que nuestra memoria puede ‘descodificar’ y hacer llegar al corazón.
Y no hablo de experiencias únicamente individuales. Así como las familias a medida que crecen y se ramifican en sucesivas generaciones convierten a veces el viejo álbum de fotos en su más devoto ‘patrimonio’ y capital (cuántos casos atestiguan que tras incendiarse una vivienda el bien que más duele perder son las fotos y los recuerdos personales), en la sociedad, decía, ocurre algo por el estilo.
La prueba es que durante las últimas décadas, con el éxodo masivo a las ciudades y la despoblación progresiva de muchos pueblos, se convirtieron en auténticos superventas esos libros de historia y costumbres locales generosamente ilustrados con fotos cedidas por los propios vecinos. A mitad de camino entre lo antropológico y la intrahistoria unamuniana, dichos libros cumplen el doble papel de ser ‘la voz de la tribu’ y de conservar las señas de identidad de muchas generaciones de personas antes de que el tiempo y las circunstancias de la vida las convierta en pasto del olvido. En imágenes mudas. El valor, en fin, de los recuerdos capaces de emocionarnos.