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Una mirada interior

Llevo días meditando acerca de conceptos como el valor de la bondad y el valor de la inteligencia. Una tarea asumida de forma espontánea, aunque no sé bien si es consecuencia de la ‘atmósfera espiritual’ propia de estos días de Semana Santa, o de la necesidad de reflexión a que nos abocan las campañas electorales. Sea como sea, lo cierto es que unas palabras del antropólogo y filósofo Santiago Beruete, entrevistado por Anatxu Zabalbeascoa en ‘El País Semanal’, contribuyen de manera precisa a desbrozarme el camino. A la pregunta «¿El conocimiento conduce siempre a la buena vida?» responde Beruete: «Creo que la bondad es un atributo de la inteligencia. Vivimos en una sociedad que asocia bondad a falta de carácter. Pero las mejores personas son sabias. Howard Gardner, estudioso de las inteligencias múltiples, dice que nadie llega a ser excelente en un campo profesional sin ser bueno». Hasta ahí la cita.
Sentado ese principio, confieso que me pasé un buen rato repasando de memoria episodios de grandes personajes en los que el platillo de la balanza correspondiente a la inteligencia, tal vez pesara bastante más que el platillo de la bondad.

Después descendí al plano de la vida cotidiana y en un ejercicio apresurado revisé casos de personas en los que siempre, siempre, siempre, la inteligencia (o la sabiduría, acaso más relevante), estaban unidas indisolublemente a la bondad. En todos los sectores. Da igual que se tratara de un profesor universitario, un escritor, el comercial de una empresa, un ingeniero o un arquitecto. Hombres o mujeres. Artistas, científicos o menestrales. Gente con una inteligencia natural (a veces muy alejada de la ‘cultura libresca’) que ha crecido con el sustento de la bondad.
Y creo que dos siglos antes que Gardner, ya había llegado a la misma conclusión Joseph Joubert, para quien «la extremada bondad» es característica propia, la seña distintiva de «un verdadero genio». De alguien «casi genial», que decía Chateaubriand.
Lo complicado en nuestros días, en la sociedades líquidas de la modernidad, tal vez sea diferenciar justamente entre lo que se considera excelencia profesional y éxito. Acerca de esa cuestión reflexiona también Beruete en la magnífica entrevista que firma Anatxu Zabalbeascoa. Un asunto que abordó de igual forma mi admirado Joubert a través de su famosa sentencia: «Si la fortuna quiere hacer estimable a un hombre, le da virtudes. Si quiere hacerlo estimado, le da éxitos». La prueba del nueve.
Llegado a este punto, amable lector, te invito a buscar ejemplos entre tus próximos para determinar a qué trayectorias personales les encajaría mejor las etiquetas «admirado» o «admirable»; «exitoso» o «apreciable». Seguro que te sobran nombres para elaborar una lista. Para mí, la corona pertenece a la bondad. «Un gramo de bondad vale más que una tonelada de intelecto», afirma Alejandro Jodorowsky, ese chileno de origen judío- ucraniano que incorporó en los años sesenta al extremeño Diego Bardón al legendario grupo Pánico de Fernando Arrabal y Roland Topor. Ignoro si la tarea resulta sugerente para este paréntesis de procesiones y campaña electoral, pero supongo que nos permitirá capear el ruido ambiente y mirar en silencio hacia el interior de uno mismo.

Juan Domingo Fernández

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Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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