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Los libros de la vida

Si me atuviera al imán de las efemérides, hoy 25 de abril, cuando se cumplen 45 años de la Revolución de los Claveles, esta columna tendría como banda sonora ‘Grândola, vila morena’, y estaría jalonada de recuerdos juveniles y de esperanzas políticas. Si me atuviera a las urgencias de la actualidad, tendría que hablar de los debates electorales o incluso de mis ‘premoniciones’ acerca del 28-A, pero reconozco que ambos asuntos me resultan poco estimulantes, pues albergo más dudas que certidumbres y además desconozco la letra y la música que arrojarán las urnas.

Así que hoy pienso escribir, mi buen Yorick, de los libros. No porque el martes pasado celebrásemos esa jornada, sino porque todos los días son, sin excepciones, el día del libro y de la lectura. En el pequeño volumen ‘Sobre arte y literatura’ que la cacereña Editorial Periférica dedicó a Joseph Joubert, –ese genio a cuyo rescate tuvo que acudir Chateaubriand– se lee: «Son pocos los libros que pueden gustarnos toda la vida. Hay algunos de los que nos cansamos con el tiempo, con el saber y con la sensatez». Qué verdad tan bien resumida.

Un buen libro es siempre como un buen amigo, pero igual que en la vida cotidiana podemos tener ‘saludados’, ‘conocidos’ y ‘amigos’, probablemente habremos frecuentado libros que se quedan en el escalón de los ‘saludados’ o ‘conocidos’ sin llegar a superar el listón reservado para las obras magnas o las buenas amistades. Cabe la posibilidad, incluso, de que esos buenos amigos –esos buenos libros– alcanzaran el título en épocas o circunstancias concretas, pero transcurrido el tiempo la excelencia que les atribuimos se haya erosionado en la memoria. En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Acudo a las palabras de Luis Landero en una de las primeras entrevistas que le hice: «Yo fundamentalmente soy un lector y quizás en mis experiencias literarias lo más fuerte fueron las lecturas de mi adolescencia, porque como se lee entonces no se vuelve a leer ya nunca. Como se lee con 15, con 18 o incluso con 20 años no se vuelve a leer ya nunca más». La inocencia y la pasión lectoras nos hacen recordar algún libro con tanto desasosiego romántico que preferimos no volver a leerlo para eludir el riesgo de la desilusión.

Supongo que en ocasiones funciona también un sentimiento cercano a la superstición. Recuerdo que hace décadas, recién operado mi padre de un cáncer de laringe, mientras le acompañaba en el hospital comencé a leer ‘Pantaleón y las visitadoras’. Por suerte, abandonó el centro sanitario antes de que yo acabara de leer el libro, pero a partir de ese instante me resultó imposible retomarlo, quizás porque me parecía que era como volver al pasado o quizás porque lo identificaba con momentos de honda inquietud y preocupación familiar.

La dificultad mayor imagino que debe de ser seleccionar aquellos libros que nos gustan de forma perdurable. Y no porque nos reclamen criterio y juicio duraderos, sino porque comprobarlo nos exigiría emplear otra vida entera para releer todos los que recordamos, incluidos aquellos del anaquel ‘saludados’ y ‘conocidos’. De ‘Pantaleón…’, ni hablar.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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