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Esbozo de agradecimiento

Recuerdo que muchos libros han llegado a mi vida por azar, y en otros casos por recomendación de personas que no olvido. Si Borges tiene razón cuando dice que él es todos los autores que ha leído, toda la gente que ha conocido, todas las mujeres que ha amado… en mi memoria de lector supongo que estarán registradas no solo las peripecias de los personajes –de Ulises a Jim Hawkins, de Aureliano Buendía a Raskolnikov– sino las circunstancias íntimas en que habité esos universos inmateriales de la imaginación. A ratos estoy convencido de que es así porque podría recrear con detalle las horas veraniegas en que leí (ya por gusto, no por obligación) el ‘Quijote’; reconstruir también el deslumbramiento amoroso y la pasión que imaginaba en los versos de ‘La voz a ti debida’, de Pedro Salinas, o en el retrato inquietante de ‘Madame Bovary’. La emoción de la vida en un pueblo que tan bien traza Delibes en ‘El camino’; el descenso de ‘Pedro Páramo’ a Comala; las porfías filosóficas, los laberintos, la imaginación de todos los libros de Borges en aquellos pequeños volúmenes de Alianza Editorial. La vida en el colegio militar Leoncio Prado de ‘La ciudad y los perros’, de Vargas Llosa (poco antes, precisamente, de la mili); el talento fulgurante de Felipe Núñez y su ‘Leticia va del laberinto al treinta’. Las lecturas ‘vacacionales’ de Agatha Christie, en cuyas novelas me sumergía con la liberación de haber finalizado los exámenes y saber que me aguardaban páginas donde no había nada que subrayar, puro disfrute y evasión mental. El atlas de la literatura. Una lista interminable.

Sin embargo, a veces no aflora el recuerdo del lugar exacto, la estación del año o el espíritu con que leímos determinado libro, pero asoma imborrable el nombre de quien nos encareció su lectura. ¿Por qué este libro sí y aquel otro no? Misterios de la memoria, siempre selectiva. Entre las guías primigenias, la propia familia. Antes que la película, recuerdo a mi madre leyéndonos pasajes del ‘Marcelino, pan y vino’ que se publicaba por capítulos en el periódico. La primera vez que oí hablar de César Vallejo fue a Juan Fernández Figueroa (entonces convaleciente en Trujillo) preparando el número especial que la revista ‘Índice de Artes y Letras’ dedicó al poeta peruano. A Luis Valdesueiro le debo el hallazgo de Laurence Sterne y su ‘Tristram Shandy’; a José Antonio González-Haba el descubrimiento –hace más de 40 años– de Joan Margarit, el poeta que, paradójicamente, ha contribuido a la recuperación póstuma del autor extremeño, fallecido en 2009. Gracias a Álvaro Valverde conocí las obras de Ángel Campos y de José Antonio Muñoz Rojas. Y gracias a Miguel Ángel Lama y al propio Á. Valverde, los libros de bastantes poetas y creadores de nuestros días. Estoy en deuda con Andrés Trapiello por su ‘Salón de pasos perdidos’ y su ‘rescate’ de Chaves Nogales. Confieso mi deuda con el profesor y escritor José Luis García Martín por el oro de sus diarios y su compromiso con una crítica literaria digna de tal nombre. En fin, la relación da para un libro.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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