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Ángel Rodríguez en Monfragüe

Durante años viví junto al Parque del Príncipe de Cáceres y en los paseos del trabajo a casa me deleitaba con el revoloteo de las tórtolas y el canto de los mirlos. Las tórtolas era fácil encontrarlas en los alrededores del santuario de la Montaña y en diversas zonas arboladas de la ciudad. Al igual que ocurre en otras poblaciones de Extremadura, desde hace tiempo las tórtolas se pasan ya todo el año en Cáceres y lo mismo descubres su figura en lo alto de un edificio en Colón que en las escaleras de Obispo Segura Sáez, donde ayer por la mañana, franciscanamente, un bello ejemplar compartía el bullicio ciudadano más feliz que una perdiz.

Me entero por las redes sociales que la pasada semana se jubiló como director del Parque Nacional de Monfragüe, Ángel Rodríguez Martín (Pescueza, Cáceres, 1955). Con ese motivo, una de sus hijas le homenajea justo en el instante en que se produce el fin de un ciclo, de una etapa fecunda: «Treinta años de dedicación, sacrificio, vocación, lucha y éxito por conservar un territorio que hoy es bandera de nuestra región, Monfragüe. Tercer destino en el mundo elegido por los amantes de la naturaleza, capilla sixtina de la ornitología; único rincón del planeta donde especies emblemáticas como el águila imperial coexisten con el hombre».

La noticia en las redes y la tórtola callejera me devuelven el eco de una entrevista con Ángel Rodríguez, diez años atrás. Titulé aquella larga charla con una frase para mí reveladora: «Mi padre era pastor y hasta los catorce años viví en un chozo». Recuerdo que me sorprendió la espontaneidad propia de quien ha pasado toda su vida en contacto directo con la naturaleza y de quien habla de ella no como el alumno que ha adquirido unos cuantos conceptos teóricos en la universidad –Ángel Rodríguez cursó los estudios de Técnico Forestal en la Politécnica de Madrid– sino con las vivencias del niño que mataba pájaros para comer («es lo que hacíamos los niños en el campo»), que criaba tórtolas («porque era una de las especies que tenía más cerca y que criaban con más facilidad») o que corría detrás de los perdigones por los rastrojos: «¡Que si he corrido…! Cuando cogías algún perdigón lo tenías, lo cuidabas y aquello era sagrado, no se mataba nunca». El hijo de un pastor de ovejas «que no eran suyas, un pastor a sueldo» que para ir a la escuela tenía que andar ocho o diez kilómetros todos los días, y cuando pudo empezar en el instituto tenía ya 14 años, en vez de los diez u once de todos sus compañeros. Seguro que en esta nueva etapa, al volver la vista atrás, Ángel Rodríguez vislumbrará aquellos días con igual detalle con que ha pateado y conoce las 18.000 hectáreas de un Parque Nacional, Reserva de la Biosfera, que ha sido, sin retórica hueca, su vida y su pasión.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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