Estos días, no sé por qué, he recordado el consejo de Múñez, fotógrafo veterano con el que trabajé muchos años en la Redacción del diario HOY: «En las ciudades hay que visitar las catedrales y las tabernas, porque las cafeterías son todas iguales». Múñez ahora seguramente no sostendrá la misma recomendación pues, salvo en algún pequeño pueblo, apenas quedan tabernas. Al menos aquellas tabernas de barra alta y aspecto rústico en las que además de servir chatos de pitarra se compartía conversación y se miraba al mundo, y a la vida, con otros ojos. Los de la cercanía y la familiaridad.
Aunque quizás lo que ocurre no es que hayan desparecido las tabernas, sino que se han transformado en cafeterías o bares de parroquianos fijos donde los ‘aspectos sociales’ a que me refería antes: la charla, la familiaridad, el humor… forman parte también de su oferta diaria, del menú cotidiano. Unas pocas escenas, a modo de ejemplo:
La conversación gira en torno a los trabajadores de una empresa contratada por la administración. Mientras apura el café, el cliente relata en voz alta varios episodios que ha presenciado y en los que tacha a esos empleados de ociosos e indolentes. Que si se han pasado tres horas en el mismo sitio; que si no dan palo al agua; que si él los vio a las nueve en determinado lugar y a las once sólo habían avanzado cuatro metros… «¿Sabes lo que es una vida sedentaria?», pregunta para resumir. «Pues eso es». Los parroquianos ríen con la ocurrencia.
Otro momento. Desde la barra saludan con alborozo fingido la entrada al café del asiduo que llevaba muy pocos días sin jugar con la máquina. «¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Qué, regresas de vacaciones?». Él responde con idéntico tono zumbón: «Sí, de vacaciones en Alcalá Meco». Y continúa la guasa.
Son más de las doce del mediodía. Otro cliente charla cansinamente con el camarero:
–«Esta mañana me he levantado a las seis y desde entonces llevo dando vueltas en la calle de un sitio para otro y sin parar».
–«¡La vida del jubilado es que es muy estresante!», tercia alguien desde un taburete próximo, con ironía que parecen percibir todos, dadas las sonrisas, salvo el parroquiano madrugador.
Pero no todo es jijí y jajá. En el tránsito de taberna a café, la expresión libre y sin prejuicios se ha dejado pelos en la gatera. Me parece que la crispación política que vivimos ahora está empujando a muchos habituales de esos espacios públicos tan abundantes en España a moderar sus comentarios y a opinar con prevención, de forma cautelosa y morigerada, siempre bajo el filtro de lo políticamente correcto. Es algo similar a lo que explica el arquitecto y pintor Oscar Tusquets, entrevistado por Andrea Aguilar: «En el franquismo el sistema era represivo pero tus amigos no. Ahora con cada persona debes pensar si es independentista o no, y en la conversación no sabes qué arriesgar, estás en la ambigüedad. Esto es nuevo». Igual podría suceder –otro daño colateral de la crispación política–, en uno de nuestros más singulares ámbitos de cercanía y convivencia: el bar de la esquina.