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Hallazgos

Leo una entrevista, tipo cuestionario de Proust, en la que le preguntan al personaje por algún libro que haya robado. Él contesta que nunca robó un libro, aunque no devolvió el que le prestó su directora de tesis y todavía mantiene consigo, a pesar de «la mala conciencia que eso conlleva». Yo lo que más recuerdo, sin embargo, son los libros que no me devuelven. ¿Dónde estará aquel ejemplar de ‘Cien años de soledad’ que leí y subrayé incrédulo y maravillado? ¿Dónde ‘Los galgos verdugos’ de Corpus Barga? ¿En dónde acabó ‘Nueve cartas a Berta’, guion con fotogramas de la película de Basilio Martín Patino? Igual que sucede a esas personas a las que les sigue doliendo, pasado el tiempo, la extremidad amputada, a mí me asalta puntualmente el recuerdo de todos esos libros que añoro, lo mismo que el padre al hijo pródigo.

Yo me llevé una vez un libro al descuido, pero creo que demostré ser mejor lector antes que mal hurtador porque en la página de cortesía del ejemplar dejé escrita a rotulador la confesión del delito: «Noche de farra con T. y M.A.E. Madrid, madrugada del 26 de mayo de 1977. Debe constar que este libro, tasado en 150 pelas, fue ‘distraído’ –con gran placer, obvio es decirlo– en las dependencias de una multinacional hostelera de la capital de España». Trastada de juventud. En fin, me parece que la falta ha prescrito y además en ese mismo local dejé durante numerosas noches las suficientes ‘plusvalías’ como para dar por compensada la deuda. No obstante, cada vez que observo el libro en la biblioteca siento el baldón de su origen y, como señala el entrevistado del principio, «la mala conciencia que eso conlleva». Lo uno por lo otro.

Nunca coloqué en mi biblioteca ese cartelito tan popular que reproduce la pena de excomunión con que se castigaba el robo de libros en la biblioteca de la Universidad de Salamanca. Tal vez si lo hubiera expuesto, ahora no echaría de menos algunos volúmenes. Por otro lado, qué más da. Que no te devuelvan libros probablemente es una manera bien apropiada de ir adelgazando los estantes y que otros hagan a domicilio el donoso escrutinio que a ti te costaría tiempo y dudas sempiternas.

Si pongo en una balanza lo que me duele haber perdido libros y lo que me alegra haber descubierto otros, pesa más el segundo platillo. Aún recuerdo la emoción casi incontenible al descubrir en la Cuesta Moyano ‘El viaje sentimental por Francia e Italia’, con prólogo de Alfonso Reyes, en la Colección Universal, de 1919, (¡por solo 25 pesetas de los años setenta!) o la misma obra de Sterne, con prólogo de Salazar Chapela, de Ibero-Americana de Publicaciones, que descubrí en la madrileña Librería Puga. El valor de esos hallazgos se perderá como lágrimas en la lluvia y bla, bla, bla, por mucho que ya orbitemos en la galaxia digital.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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