Salgo a la calle y percibo que la gente, poco a poco, va cogiéndole el punto a esa normalidad sin adjetivos que consiste en saludar a los conocidos, parándose a charlar, aunque sea brevemente, con amigos y allegados. Es cierto que en la mayoría de las ocasiones se trata de hilvanar unas pocas frases protocolarias, deudoras antes de la cortesía o la urbanidad que de otros sentimientos. Esos cumplidos que abarcan desde el gesto de enarcar las cejas con leve sonrisa, hasta el ademán de saludar con la mano y un apresurado «¡hasta luego!». Hola y adiós.
Estos días el asunto insoslayable en las conversaciones de los reencuentros es la pandemia o, dicho de otro modo, el coronavirus, la Covid-19, el ‘maldito bicho’ o su consecuencia fatal: ese ‘confitamiento’ (hallazgo del genio de la lengua) que suena proteicamente a mortificación y hartura.
Durante los primeros escarceos en semilibertad descubro que muchos interiorizamos la necesidad de guardar las distancias y nos plantamos frente a nuestro interlocutor, sustituyendo el instintivo apretón de manos por un choque de codos artificioso que a mí no acaba de convencerme. Impera el deseo absoluto de saludar a cualquier conocido que nos sale al paso. Como si quisiéramos redoblar nuestra condición de seres sociales por naturaleza y levantar la mano para advertir: «Seguimos aquí, de momento lo contamos». Un ajetreo de liberados, un ir y venir de paseantes que me devuelve a los años de la preadolescencia cuando alguna vez, acompañando a mi padre –ajeno a las prisas que me acuciaban– le reproché su carácter en exceso comunicativo y cordial: «No hay manera de pasear contigo, te enganchas como una zarza y te paras a hablar con todos los que te saludan». Genio y figura.
Hace bastante calor en la calle. Saludo al encargado de un bar, próximo a mi casa, que echó el cierre en el mes de marzo y sigue con las mesas y las sillas apiladas a la puerta: «¿Para cuándo abrís?», le pregunto. «No lo sé, el bicho (por su jefe) dice que ahora no, que más adelante». Unos cuantos metros más allá, distingo al gran Lorenzo Cordero, fotógrafo y compañero de HOY durante treinta años, apostado con la cámara junto a un paso de peatones. Intento esquivar el objetivo, confiado en que el mar de mascarillas ayude al camuflaje. Ni por esas. «No te escapas», me dice sonriendo, «ese pelo es inconfundible». Otro viejo amigo me reconoce e intercambiamos saludos. Se despide con su pizca de humor: «Todos estupendamente, y además en casita, sin gastar los billetes», dice con ese gesto característico de frotarse los dedos índice y pulgar.
«¿Qué tal va todo?», pregunto a uno de esos trabajadores imprescindibles que limpia a diario, con el carro y el cepillo, las calles de la ciudad. Él levanta la vista y sonríe: «¡Uf, cuando haga 40 grados, con las mascarillas puestas, vamos a caer como ‘gurriatinos’!».