La vida política, como las monedas, tiene su cara y su cruz. Un anverso y un reverso que equivale a dos acciones: representar y gestionar. Ambas son consustanciales a la actividad política en democracia, aunque puestos en la tesitura de elegir, al ciudadano seguramente le interese más que brille la gestión del político que los aspectos relativos a la representación. Salvo que el político –no perdamos el humor– sea argentino y resulte cierto aquel viejo chiste: «El mejor negocio del mundo es comprar a un argentino por lo que vale y venderlo por lo que él dice que vale».
Como buena parte de la actividad política requiere de una presencia constante en los foros públicos, el político tiende a multiplicar su intervenciones porque necesita de ese ‘refrendo’ popular para obtener una rentabilidad desde el punto de vista de la imagen. Si no aparece, no existe.
Por lo general, al ciudadano le resulta más fácil visualizar los aspectos ligados a la representación política (gestos, comparecencias públicas, intervenciones…) que el fruto de la pura gestión: logros, avances, dedicación silenciosa…
Mientras que el plano de la gestión está sometido a las leyes implacables de los resultados, como si perteneciera a un universo gravitatorio sujeto a la racionalidad cartesiana y la sistematización, el plano de la representación pertenece al universo etéreo y casi abstracto de los símbolos. De las apariencias, de las impresiones.
Eso explica que en política se cuiden tanto ciertos detalles superficiales (que se lo digan a los directores de las campañas electorales) y que a veces los ciudadanos nos quedemos con la mosca detrás de la oreja pensando que nos han dado gato por liebre. O que nos han vendido género de contrabando.
La historia política está llena de errores o ‘patinazos’, de variada trascendencia. Dos de ahora mismo: en Madrid, la placa con freno y marcha atrás a sor Maravillas en el Congreso de los Diputados y en Extremadura, la compra y devolución del Lexus para la vicepresidenta segunda. Incluso yo, que no sé mucho de coches, sé que el Lexus –como el Rolls Royce– es, más que una marca, un símbolo. La vicepresidenta seguramente ignoraba también lo que dice Manuel Vicent: «Los símbolos no atañen a la inteligencia, sino a las vísceras».