Así como Borges afirmaba que «Francisco de Quevedo es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura», yo creo con Vázquez Montalbán que desde los tiempos del gran Ronaldo Nazario de Lima los superfutbolistas «más que pertenecer a un club pertenecen a una multinacional». Es decir, se rigen por las leyes gravitacionales del universo económico, no del sentimental. Por eso me parece que esa guerra de la Superliga Europea que promovían inicialmente 12 grandes clubes occidentales (entre ellos el Real Madrid, el Barcelona y el Atlético de Madrid) llevan las de ganar a largo plazo, no tanto porque algún Juzgado haya movido ficha para que nadie ponga sus sucias manos sobre Mozart, sino porque desde hace años la esencia del fútbol de masas, la que asegura su viabilidad, pertenece a la industria del espectáculo antes que al ámbito estrictamente deportivo. Una cosa es el deporte de base y otra la economía en tiempos de globalización. Así que quien sepa rezar, que empiece.
No lo digo yo, lo advertía Eduardo Galeano en su libro ‘El fútbol a sol y sombra’: «La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí. En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable». Y respecto al jugador profesional, su juicio también es descarnado: «Los empresarios lo compran, lo venden, lo prestan: y él se deja llevar a cambio de la promesa de más fama y dinero. Cuanto más éxito tiene, y más dinero gana, más preso está». ¿Les suena el retrato? La ley del mercado.
Supongo que una guerra de estas características sería impensable en épocas en que el éxito de los campeonatos no dependían de las retransmisiones y las plataformas de pago, pero recordar esos tiempos supone regresar al neolítico, ignorando que vivimos en pleno antropoceno. Cuando el fútbol era una «religión benévola que ha hecho muy poco daño» (razón por la que confesaba Vázquez Montalbán que le interesaba este deporte), los niños aprendían de carrerilla la alineación de su equipo preferido y contra esa retahíla no triunfa ni el alzhéimer. Sin embargo, en estos tiempos de rotaciones forzadas, sobreexplotación de jugadores profesionales y una oferta de encuentros auténticamente bulímica, imagino que aquella práctica infantil de memorizar alineaciones es puro anacronismo, nostalgia en sepia. Ahora hasta la gloria de las estrellas de relumbrón dura los quince minutos de fama que Warhol predijo para el futuro. Por eso la locomotora necesita más madera. Es la guerra. Si dejan de pedalear, se caen. Mientras la existencia de los grandes clubes dependa de la economía antes que del aliento emocional de la afición, ya sabes mi buen Yorick por qué platillo se inclinará la balanza. Si hoy no, pasado mañana.