Supongo que uno de los beneficios del mercado libre es que se pueden elegir hasta apocalipsis en oferta. Técnicamente sufrimos una pandemia de gripe A que ya ha causado en España siete víctimas mortales. Pero en menos días los incendios forestales se han llevado por delante once vidas humanas. Y falta el recuento de otros cataclismos que también lucen en las estanterías: las tradicionales ‘operaciones salidas’ de tráfico; los estragos aplazados de los rayos UVA (tan cancerígenos como el plutonio); la lentitud mortal de la nicotina; el vértigo infatigable de los infartos. Un surtido muestrario.
El hombre, que sigue siendo un animal de costumbres, acaba acostumbrándose a los desastres igual que Sísifo acepta la condena de empujar la piedra cada vez que rueda montaña abajo. Por eso sobrellevamos las dudas sobre el virus N1H1 con temor y displicencia, nos reponemos a las muertes de los incendios como si tratara de una fatalidad del destino o respondemos con un «de algo hay que morir» cuando nos recuerdan las estadísticas de los muertos en carretera o la eficacia exterminadora del tabaco y otros hábitos poco saludables.
Al único desastre que el hombre no se acostumbra, ante el que nunca se doblega, es el que representa la muerte gratuita (si hay alguna que no lo sea) que dicta el terrorismo. La insistencia en ese error ha causado en España más de mil víctimas, las dos últimas ayer mismo, junto a un cuartel de la Guardia Civil en Palma de Mallorca. El doble error del terrorismo etarra es de análisis y de resultados, de objetivos.
Se equivocan en primer lugar porque es imposible en una sociedad democrática, moderna, defender ninguna idea con pistolas y bombas, asesinando. Y se equivocan en segundo término porque a pesar de la evidencia del ‘error’, insisten en él sin percibir las fatales consecuencias de su delirio: ni vencen, ni avanzan. Los etarras y quienes alimentan su modelo de intolerancia pueden seguir ejercitando en el desvarío y el crimen a otras generaciones de jóvenes, pero al final tampoco cantarán victoria. Pasarán los años, pero tras la meta no encontrarán ningún paraíso porque tras la meta sólo existe un precipicio por donde ruedan las piedras. Ignoran que todos somos Sísifo dispuestos a seguir empujándolas hacia la cima.