Quienes han leído ‘El corazón de las tinieblas’, de Joseph Conrad, recuerdan bien cómo resume el protagonista la orgía de maldad y destrucción de la que fue testigo con cuatro palabras: «El horror, el horror». Acabada la II Guerra Mundial, y tras el ‘descubrimiento’ de los campos de concentración y de exterminio nazi, muchos ciudadanos del mundo libre (¿) sintieron la imperiosa necesidad de mirar para otro lado ante la tragedia que amanecía en esas palabras: «El horror, el horror».
La historia y el cine han contribuido a recordar la dimensión del apocalipsis que dinamitó el corazón de la Europa más culta y desarrollada. Películas como ‘La lista de Schindler’, de Spielberg; ‘La vida es bella’, de Roberto Benigni, o ‘Shoah’, de Claude Lanzmann (ahora reeditada en DVD) han devuelto a la actualidad nombres con resonancias infernales como los de Treblinka o Auschwitz, del que esta semana se ha celebrado, precisamente, el 65 aniversario de su liberación por las tropas rusas.
Pero la historia no es una película. Ni el horror una sucesión de escenas tremebundas, despiadadas. En su libro ‘Si esto es un hombre’, Primo Levi, que sobrevivió temporalmente al holocausto en Auschwitz, –porque su existencia quedó marcada para siempre– me conmueve y emociona con su aséptica descripción del exterminio mucho más que otros relatos truculentos y de acción. Escribe Levi: «Si pudiese encerrar todo el mal de nuestro tiempo en una imagen, escogería esta imagen que me resulta familiar: un hombre demacrado, con la cabeza inclinada y las espaldas encorvadas, en cuya cara y en cuyos ojos no se puede leer ni una huella de pensamiento». Porque en ese libro Levi habla además del hambre, del frío, de la crueldad absurda, de la ‘inhumana’ capacidad para convertir a millones de hombres en despojos. Puros desechos.
Lo mismo me ocurrió cuando leí ‘Sin destino’, del Premio Nobel húngaro Imre Kertész, otro superviviente de Auschwitz y Buchenwal, a los que fue deportado con 15 años de edad. Un joven que al percatarse de que aquellos judíos que sabían hablar francés recibían un terrón de azúcar suplementario reflexiona en voz alta y llega a esta conclusión: «Entonces comprendí –como en casa siempre me habían enseñado– lo importante que es la cultura en general y el conocimiento de idiomas extranjeros en particular». No son precisos cadáveres amontonados, ni hornos crematorios, ni famélicas mujeres con el pelo rapado mendigando una gota de agua para sus hijos. Sobrevivir a ese precio es el horror. El horror.
Europa, que ha sufrido otras experiencias demoledoras durante el siglo XX (empezando por el Gulag soviético y pasando por las matanzas de Srebrenica o los crímenes contra la humanidad en Sabra y Chatila) haría bien en aprender de los ‘errores’ de la historia. En no fiarse demasiado del hombre, ese animal al que solo basta rascar un poquito sobre su epidermis para que libere el poder destructor de la perversión.
Ni el propio Papa, Benedicto XVI, se fía demasiado. De ahí sus palabras cuando visitó Auschwitz en 2006: «¿Dónde estaba Dios en aquellos días? ¿Por qué calló? ¿Cómo pudo tolerar ese exceso de destrucción, ese triunfo del mal?». ¿Cómo pudo? Esa es la pregunta que algunos siguen haciéndose.