Hace bastantes años, las aspiraciones culturales de Extremadura sufrieron un auténtico bofetón en su amor propio al dejar ‘escapar’ gran parte de la obra de un artista fundamental de la región, Juan Barjola, quien optó por cederla a Gijón, la ciudad natal de su mujer, donde le levantaron un museo que lleva su nombre.
Por fortuna, el error fue contrarrestado tiempo después con dos iniciativas que muchos extremeños aún no consideran en todo su valor: la colaboración de la Junta de Extremadura para crear el Museo Vostell Malpartida con los fondos donados por el alemán Wolf Vostell y la apertura del MEIAC en Badajoz, dos referencias de primer nivel en el arte contemporáneo a las que ahora, felizmente, hay que unir el Centro de Artes Visuales Helga de Alvear, cuya primera fase inauguró ayer en Cáceres la ministra de Cultura, Ángeles González Sinde.
Ya se ha dicho que la colección donada por Helga de Alvear situará a Cáceres en la primerísima división de la vanguardia artística. No es una exageración. Contar con esos fondos en Extremadura es como si, en el plano industrial, se instalara de pronto una gran multinacional de la informática en mitad de nuestras dehesas. Algo equivalente a lo que supuso el Museo Picasso para Málaga.
No hace mucho Helga de Alvear declaraba en una entrevista que ella compra sobre todo el concepto: «Si no hay una idea, la obra no vale, la decoración no me interesa». Es una frase que me recuerda aquella máxima del pensador francés Joseph Joubert (1754-1824) cuando dijo: «Una obra de arte no tiene que parecer una realidad, sino una idea».
Precisamente la colección donada a Cáceres se nutre de muchos fondos que pivotan sobre el eje del arte conceptual, una parcela que ha constituido la punta de lanza creativa de las últimas décadas y para la que son precisas ingentes cantidades de dinero y de talento a la hora de formar una colección. Ahí radica otro de los ‘avances’ cualitativos del Centro de Artes Visuales Helga de Alvear.
Lejos del museo temático o de las colecciones ligadas a corrientes estilísticas más o menos ‘convencionales’, las más de 2.000 obras de la colección Helga de Alvear llegan a Cáceres no como un inmenso almacén abigarrado e inconexo, sino como una cantera inagotable de obras, susceptible de mostrarse de manera ordenada y jerarquizada para facilitar el valor pedagógico y didáctico –de escaparate vivo– que debe poseer todo centro de arte contemporáneo. Quiero decir que se trata de una colección que no es flor de un día, ni se agotará en la primera, en la segunda ni en la tercera visita.
Así pues, y al margen de su valor cualitativo, las formidables dimensiones de la colección la convierten en un foro único para que ‘dialoguen’ y conversen artistas, corrientes y estilos en una atmósfera difícilmente imaginable por estas tierras de no haber concurrido la generosidad de una galerista alemana y española y la perspicacia de unos responsables políticos que en esta ocasión estuvieron atentos para no dejar pasar la oportunidad de ese tren.
Esta vez, por suerte, no seremos nosotros los que nos llevemos la bofetada ni a los que se les ponga cara de tontos por habernos quedado a la luna de Valencia.