La semana pasada tuve la oportunidad de hablar con Diego Hidalgo Schnur, uno de esos oriundos de Extremadura en los que uno no sabe qué admirar más, si la serenidad y competencia de sus análisis o la modestia a la hora de expresarlos.
Diego Hidalgo, que ha tenido la suerte de vivir en las «entrañas del monstruo» del capiatlismo moderno (que diría José Martí) sin dejarse deslumbrar por sus cantos de sirena ni sentirse paralizado por el magnetismo inexorable de su poderío, sostiene que, tras la globalización, los mercados, por naturaleza, «ni se autocorrigen, ni se autorregulan ni se autoequilibran». Dicho de otro modo: los mercados jamás buscan una justificacion ética propia. Eso que el hombre de la calle formula también de manera sencilla: el dinero no tiene patria y los mercados financieros no tienen alma.
Sobre los cimientos de esa cruda realidad se levantan diariamente miles de historias en las que, por desgracia, los protagonistas no son las frías cifras de una cuenta corriente, sino personas con nombre y apellidos. Con cuerpo y alma. Casi al mismo tiempo que desde la política se nos pide a los asalariados nuevos sacrificios para seguir alimentando un sistema globalizado, incontrolable, impredecible y cada vez más voraz, un sistema insaciable que gobiernan entes abstractos radicados nadie sabe dónde, el ciudadano de la calle se entera, por ejemplo, de que casi 3.000 fortunas españolas tienen depositados en bancos suizos más de 6.000 millones de euros en dinero negro. Hasta los propios inspectores de Hacienda han puesto el grito en el cielo y han denunciado que en vez de haberles apretado las tuercas a los propietarios de esas cuentas opacas desde hace tiempo, se les requiera ahora simplemente para que realicen una declaración complementaria que les acarrearía un recargo no mayor del 20 por ciento pero les libraría de la responsabilidad penal por su presunta defraudación a la Hacienda pública.
Uno de los pilares básicos del buen funcionamiento económico es la credibilidad del propio sistema. ¿Pero de qué credibilidad puede hablarse cuando la percepción general es que las grandes fortunas siempre son las que se van a ir de rositas además de acabar ganando la partida? Ayer estuve en Mérida moderando tres coloquios dentro de las ‘Jornadas sobre bosques, cambio climático y crisis en el espacio rural europeo’ que organizan la Asociación Extremeña de Empresas Forestales y de Medio Ambiente (Aeefor) y la Asamblea de Extremadura. Uno de los ponentes fue Francisco Capilla, secretario general de la UGT de Extremadura, que ofreció una conferencia sobre ‘La terapia del shock: derechos sociales y laborales en cuestión’.
Sin cortarse un pelo y sin actitudes complacientes (a pesar de que el auditorio estaba constituido teóricamente por un círculo de empresarios), Capilla describió un panorama global en el que los mercados ganan la mano a la política y el «adelgazamiento del estado del bienestar» se lleva a cabo a costa del sacrificio de miles de empleos. Empleos que en el caso de Extremadura proceden en su mayoría, para más inri, de las pequeñas y medianas empresas, esas a las que no le queda ni el consuelo de figurar en los ERE de gran atención mediática. ¿Y ante ese panorama, qué hacer? La huelga general sólo es un gesto. Pero a mí no me quedó nada claro qué es en realidad lo que puede hacer se antes de la huega y, sobre todo, al día siguiente.