En nuestro país tenemos una generación de jóvenes que miran al futuro como aquel personaje de Trujillo que al llegar a la altura del cementerio aceleraba el paso y se ponía la mano en la mejilla, a modo de anteojera, para no ver el camposanto… Parajódicamente –y no es errata–, jamás hemos contado con unas generaciones tan preparadas y dispuestas a pasar, como Groucho Marx, de la nada a las más altas cimas de la miseria.
Al igual que esos pesimistas que confiesan no tener otro camino que el de la cárcel o el cementerio, a muchos de los jóvenes españoles de ahora no les queda más remedio que hacer las maletas y sacar billete para el extranjero. Eso sí, cargados de títulos, con una formación impecable y unos currículos cum laude. El último, que apague la luz.
Es cierto que algunos optan no por vivir, sino por sobrevivir, regateándole a la adversidad y a la falta de expectativas, aferrados al terruño y confiando en no acabar como unos damnificados más mientras contemplan el partido desde el banquillo. Otros, sin embargo, no están dispuestos a perder ni un solo segundo dándole oportunidades a los auríspices de la economía, a los sumo sacerdotes de los mercados, como se dice ahora, y sus caprichosos vaivenes.
No me extraña que con este panorama se sientan tentados por el pataleo. Y no acepten deslumbrarse con las cuentas de colores que se les ofrece de cebo, o de reclamo. Me recuerdan el ‘estado de ánimo’ que debió de sufrir el poeta Heberto Padilla cuando escribió su famoso –y polémico– ‘Fuera de juego’:
«¡Al poeta despídanlo!
Ése no tiene aquí nada que hacer.
No entra en el juego.
No se entusiasma.
No pone en claro su mensaje.
No repara siquiera en los milagros.
Se pasa el día entero cavilando.
Encuentra siempre algo que objetar.
A ese tipo, ¡despídanlo!
Echen a un lado al aguafiestas,
a ese malhumorado
del verano,
con gafas negras
bajo el sol que nace.
Siempre le sedujeron las andanzas
y las bellas catástrofes
del tiempo sin Historia».
Cuando yo era niño, una de mis abuelas, me recriminaba cualquier descuido en las obligaciones con una frase admonitoria: «¡Ten cuidado, no vaya a llegar el día que quieras tirarte de las orejas y no te las encuentres!» En la actualidad, los jóvenes no tienen que tirarse de las orejas, sino tapárselas. Para no enfrentarse, como le sucedía a aquel personaje trujillano, con un futuro que te hiela la sonrisa.
Vivimos tiempos en los que saber idiomas no es signo de distinción, sino un trámite para la supervivencia. La mayoría de los países europeos nos llevan en ese terreno varios largos de distancia. Y es verdad que braceamos cada vez mejor. Algún político ha propuesto que se proyecten las películas en versión original para que el oído de nuestros infantes se vaya acostumbrado a la musicalidad de otras lenguas. Me parece de perlas. Lo que no sé es si la medida llegará a tiempo, pues para entonces es posible que buena parte de los jóvenes estén luchando contra las estadísticas del paro en medio mundo o no tengan más remedio que apuntarse a los ‘realitys’ de las televisiones para sacarse unas perrillas. Así que bien pensado, mejor que subvencionar al cine o a las escuelas de idiomas, que nos pongan en inglés La Noria y Sálvame de Luxe.