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Nombre y apellidos

Se llamaba Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, pero para el mundo es, sencillamente, Velázquez. El otro se llamaba Pablo Ruiz Picasso, pero se inclinó muy pronto por el apellido materno para poner patas arriba la historia del arte moderno. Otro fue inscrito como Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basalto, pero ganó el Nobel y escribió versos memorables que firmó como Pablo Neruda. Francisco Pérez Martínez siempre dejó en una nebulosa su origen familiar, pero a los lectores les bastó con saber que era Francisco Umbral.

Si el proyecto de ley sale adelante, diré adiós al Libro de Familia, con la de veces que tuve que presentar fotocopia del de mis padres para matrículas académicas, rebajas en los billetes de tren o de autobús y otras diligencias, y me despediré del mío, que también he tenido que fotocopiar repetidas veces. Menos papeleo. Sin embargo, sospecho que no es la impresión general. Habrá quien aplauda esta medida con razones más que justificadas, pero al común de los mortales lo primero que se les viene a la cabeza son unas cuantas preguntas: ¿Y a cuento de qué? ¿Resulta imprescindible? ¿No pueden solucionarse los casos particulares sin echar por tierra un sistema de registro que la mayoría nunca ha rechazado? ¿Sale gratis? ¿Es para entretener al personal?

Es probable que la biodiversidad animal y vegetal del planeta esté más garantizada a partir de ahora que la biodiversidad de los apellidos españoles, pues de prosperar este proyecto de ley de Registro Civil, en pocas generaciones únicamente sobrevivirán los apellidos que comiencen por las primeras letras del alfabeto.

Acaso no haya que dramatizar. Si como se dice, el nombre no hace al hombre, cuánto más el apellido. Al fin y al cabo, la historia está llena de expósitos a los que se les impuso un apellido arbitrario o al azar y quién se acuerda ahora del trámite.

Igual que sobran ejemplos de hijos que han arrastrado por el barro del oprobio los apellidos heredados. Por rimbombantes que fueran. Si el destino es convertirnos en simples números de un registro, ¿qué más da unas letras, o el orden en que se coloquen?

¿Qué mejor ejemplo, por cierto, que el de las redes sociales, que se han convertido en factorías capaces de satisfacer el deseo de nombres a capricho? De ahí el ‘nick’ que uno escoge libremente para agazaparse en el anonimato y ser ‘identificado’ por el resto de la comunidad. Si en ese universo de los sueños uno puede elegir nombre, apellidos y hasta el rostro que desee, ¿qué importa que nos vayan a trastocar la heráldica cotidiana? Algunos han comenzado a mosquearse porque concluyen que la desaparición del Libro de Familia equivale a la desaparición real de la familia. ¿Pero qué familia ni ocho cuartos existe en las redes? Y es ya el futuro. Y el presente.

Le he oído contar a mi madre que cuando mi abuela (su madre) era pequeña se utilizaba una fórmula coloquial para preguntar la identidad de los niños. No era el popular: «¿Y tú de quién eres?» sino: «Niño, ¿de cuyo pan comes?» Imagino qué hubiera ocurrido con aquella costumbre de haberse aprobado entonces el proyecto de ley que tramitará el Congreso. Más que interesarse por una identidad lo estarían haciendo por un laberinto.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


noviembre 2010
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